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Yolanda Ulloa


En la última silla de tijera

se sentó la Muerte


NOVELA


BUDAPEST

Készült a Magyar-Kubai Baráti Társaság támogatásával

Sorozatszerkesztő
SIMOR ANDRÁS

Tipográfia
DOMJÁN ISTVÁN

© Yolanda Ulloa


Yolanda Ulloa (La Habana, 1948): Poeta y actriz, se graduó en 1970 en la Escu­ela Nacional de Arte Dramático de La Habana. Durante 17 años trabajó como actriz en el afamado Grupo de Teatro “Bertolt Brecht” hasta su desintegración en 1990. Desde esa fecha y hasta la presente trabaja como directora y actriz del grupo Teatral “El Farol” de la Agencia Artística de las Artes Escénicas del Ministerio de Cultura de Cuba. Cursó estudios de superación profesional en el Instituto Superior de Artes Escénicas de Hungría en la disciplina de Expresión Corporal y Técnica del Movi­mien­to con vestuario y accesorios de época con el profesor János Kőszegi. Es autora de un programa de clases en esta disciplina la que ha impartido en Escuelas de Arte y grupos profesionales de teatro de La Habana.

Como poeta tiene cuatro libros publicados. (Los cantos de Benjamín, 1967; Pequeño proyecto para emprender la noche, 1983; Techo de vidrio para una cigarra, 2004; Silbo del almaLélekfütty, bilingüe, 2005) Sus traducciones aparecen en el libro de András Simor (Colón moderno, 2006). Poemas suyos aparecen en numerosas antologías cubanas y extranjeras (Hungría, Grecia, Italia, EUA). Es miembro de la UNEAC (Unión de Artistas y Escritores de Cuba).


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…A la memoria de mi abuela,
quien en sus noches de insomnio
me contaba todas estas historias;
tratando de que yo encontrara
el sueño que ella había perdido…

1

Para curar martirios

Se tritura el almacigo mojado en vinagre y después se le echa la sal y se ha­ce una resina o emplasto con cierta consistencia que se pone en la herida o fístula curando al poco tiempo sin dejar cicatriz.

Si en el alma quedara alguna marca repetir la dosis.

ABUELO, EL ANDALUZ

Delante de Don Euperio Lacrea, dueño del maizal, fue azotado Enviado Luca­nor, con quince fustazos y sin conocimiento lo tiraron dos peo­nes de la finca en el Fumigadero.

Pasó un mes acostado bocabajo sin poder conseguir otra posición para dormir. Los primeros siete días del martirio comió de las manos de Sara, una niña vecina de la casa, que se compadeció de él.

Veintiocho días duraron las curas de vinagre y cáscaras de almaci­go con sal. El emplasto se hacía en un mortero triturando la cáscara con los demás componentes hasta conseguir una resina líquida, con cierta consistencia, que se ponía en la herida o fístula curando al po­co tiempo sin dejar cicatriz. Este prodigioso medicamento lo prepa­raban los haitianos que vivían en los alrededores.

La niña entraba sigilosa en las mañanas, su sombra se dibujaba en la puerta y ya estaba dispuesta con el mortero en la mano para la cu­ra. Pacientemente untaba la sustancia sobre la espalda del joven Lucanor que, agarrado a los hierros del camastro, resistía el dolor sin un sólo gemido.

Si hubiera mirado en ese momento a Sara habría visto la mueca de dolor y el débil suspiro que, acompasado como un sonido gregoria­no, salía de sus labios y que la hacía parecer ante la penumbra de cla­ros y oscuros que entraba por las hendijas como una pintura medie­val. Después que cubría con un paño fino la espalda del joven, para evitar que las moscas u otros insectos lo infectaran. Sara se llevaba el mortero y se oía desde el cuarto como sonaba la bomba de agua del patio donde se lavaba las manos. Enseguida regresaba junto al lecho. ¡Qué pena que Enviado Lucanor estuviera tan ensimismado en su su­frimiento que no se percatara de esta muchacha tan especial! Tenía los ojos transparentes, ovalado el rostro y los labios finos dibujando o des­dibujan­do una línea parecida a la sonrisa. Su cuerpo flexible, de ex­tremidades largas, casi había abandonado la infancia y más parecía un ángel que una niña.

Después de secarse sus manos en el vestido sacaba de un hatillo que traía colgado del hombro un pedazo de queso blanco y pan de gloria y pedazo a pedazo los daba al muchacho hasta terminar con la ración. Luego le limpiaba la boca y murmuraba lacónicamente:

– Así las hormigas no vendrán a comerte.

Entonces sonreía y sin más palabras se alejaba por la estrecha puer­ta. El la veía sin decir nada, nunca habló con ella y ni siquiera supo su nombre pero tuvo la sensación de que así debía ser la familia o el ser querido que a uno le acompaña.

Se había lanzado tan a fondo en el río caudaloso de la memoria que nada ni nadie podría en este momento hacerlo flotar en la superficie.


La mañana que el buque español “La Nueva Esperanza” atracó en el muelle el humo gris que despidió hizo una franja en el cielo con la ayuda del viento caribeño mientras que un olor salitrero y a la vez de hierbas aromáticas inundaban la brisa primaveral.

Inmigrantes peninsulares y negociantes de diversos países llegaban en busca de mejoras y buenos negocios a bordo de aquel buque que vociferaba en la bahía como un anfibio colosal anunciando su arribo.

También en ese buque llegó Doña Petrona Lucanor y su esposo Cristino Reyes con el pequeño sobrino, andaluz nacido en Jaén, de seis años de edad, huérfano al nacer. Los tres llegaron a esta tierra huyéndole a la hambruna que azotaba la aldea natal.

Enviado Lucanor apareció en la escalinata vestido con una chama­rreta que le cubría las rodillas y el hatillo a la espalda.

Salieron silenciosos del muelle acompañados por Godofredo Guzmán, que debía llevarles a un pueblo pequeño donde les daría te­cho y empleo. Guzmán, pariente llegado tiempo atrás había conse­guido encausarse en un negocio de herrería y más que socorrer a la fa­milia lo que quería era fuerza de trabajo barata para seguir levantan­do el negocio. Por eso ayudó a su primo Cristino Reyes a emigrar.

Varios días duró el traslado en carretón por los accidentados ca­minos. Viajaban con el sol abrasador y descansaban con las primeras horas del crepúsculo. Llegaron por la noche a la herrería y comieron harina de maíz y tasajo que había quedado del almuerzo de los herre­ros.

Godofredo los empleó de inmediato. A Cristino y al niño los co­locó directamente en el trabajo de la herrería y a Doña Petrona Lucanor le encargó los servicios de la casa.

El pequeño no fue a la escuela. Cuando terminaba el trabajo en la herrería, recibía lecciones que su tía Petrona le daba, aprendiendo muy rápidamente a leer de corrido y a escribir con una caligrafía clara.

A los pocos años el muchacho se había convertido en un buen he­rrero. Junto a sus tíos vivía pobremente al fondo de la casa en un pe­queño cuarto caluroso y lúgubre que le llamaban El Fumigadero.

Su infancia transcurrió desolada pero su carácter era contrario a la penuria, gustaba de cantar bajito mientras trabajaba y era un gran con­versador.

En el mes que cumplió catorce años sus tíos murieron llevándose sólo siete días uno del otro; primero murió Doña Petrona, víctima de la disentería, contagiándose de inmediato su marido que murió sen­tado en el orinal de peltre floreado llamando quejosamente a su so­brino y entregándole, como única herencia, un pequeño amuleto de “Los Ojos de Santa Lucía”.

Los dos años que siguieron a la muerte de sus tíos fueron de una soledad casi irresistible, ya nada lo sujetaba a aquel lugar ni aquella gente.

Y esa mañana tuvo la seguridad de sus pensamientos.

Al pasar cerca de los maizales de Don Eupcrio Lacrea, la curiosi­dad hizo que Enviado caminara hasta los surcos para ver las hermo­sas mazorcas, famosas en toda la zona y cuando palpaba una lo sor­prendió el mayoral de la finca. Ágil ganó el trillo que lo llevaba a la calle principal, jadeante y sudoroso se metió en el cuartucho. Pero su pie había quedado marcado en la tierra rojiza del surco y de inmedia­to el propio dueño del maizal se personó en la herrería para probar la culpa. Godofredo Guzmán arrastró al muchacho hasta el maizal y allí comprobaron su pie sobre la marca del otro.

Luego de un mes y ya restablecido por las curas de vinagre con cás­caras de almácigo y sal, regresó a la normalidad. Los días de la con­valecencia le parecieron toda una vida: su rostro cambió, sus rasgos se habían conformado, ya no tenía la voz tierna ni la mirada atercio­pelada de sus ojos ambarinos que tanto llamaban la atención y su carác­ter se endureció convirtiéndose en un adulto.

Aquel día habló sólo lo necesario, cargó el agua y llenó los tanques gigantescos del patio, trajo una carga de leña y la picó con gran des­treza colocándola debajo del fogón de la cocina. Después miró a su verdugo y le dijo:

– ¿Desea otra cosa, señor? – El herrero lo miró con asombro y con­testó:

– Ve a descansar – Enviado Lucanor le dio la espalda y se fue a su cuartucho y allí, tirado en la cama, planeó su venganza toda la tarde.

Cuando al anochecer las gallinas se retiraron a los palos de la cerca de mata ratón y en la casa aún se oía el murmullo de la sobremesa, ya él tenía en una mano la botella de alcohol y en la otra el pequeño can­dil y sólo esperaba el momento propicio para saldar su cuenta.

Tras apagarse las lámparas de la casa, Enviado cruzó la cerca sigi­loso para no azorar a las aves que dormitaban. Se alejó por el trillo y llegó al maizal; ahora no se detuvo a mirar las mazorcas que resplan­decían bajo la luz de la luna. Fue regando el alcohol poco a poco por el sembrado y alejándose lanzó con fuerza el candil y una llamarada voraz iluminó la noche. Huyó hasta su cuarto donde se desplomó fi­nal­mente y aún exaltado repitió con fuerza:

– Ya limpié la vergüenza.

Al día siguiente, al cerciorarse de que no lo culpaban del incendio y si a un bandolero, escondido por la zona, que andaba huyendo, y que el propio don Euperio Lacrea había dado comida y albergue, fue hasta el camastro y buscó debajo tres pesos que guardaba como un te­soro dentro de una funda de almohada y el pequeño amuleto de “Los Ojos de Santa Lucia”. En la funda echó sus dos únicas mudas de ro­pa y el papel de inmigrante y nuevamente con el hatillo al hombro, se fue sin dejar rastro. Sólo Sara supo de su partida; desde el lindero lo vio alejarse.

2

Los nombres…

Sara era una sombra y a la vez un ángel desprendido. Era una lámina de las que ponen en los viejos consultorios. Una pintura medieval que recobra­ba su luz a través del contraste.

Aparecía y desaparecía con el mortero en las manos y el olor a almáciga susurrándole un rastro alucinante.

PUNTA DE DIAMANTE

Cuando desapareció por el trillo polvoriento del poblado, después de dejar atrás la calle principal y la herrería de Godofredo Guzmán, sin­tió un golpe fuerte en el corazón, una intranquilidad en el estómago y un agua limpia, salobre, le corrió por el rostro.

A los veintiún días había acampado en siete poblados y diez fincas.

Era septiembre y los almendros emprendían con el viento aciclonado el deshoje.

Enviado llegó a la casa de don José Miguel San Pedro al mediodía seguido de una llovizna pertinaz. Las gallinas guarecidas en el portal revolotearon y cacarearon con tal algaraza que el viejo salió machete en mano hasta el portal.

Enseguida se dio cuenta que el hombre que tenía delante, enarbo­lando la afilada hoja del curvo, no veía en absoluto; aquellos ojos can­sados tenían una expresión perdida en una distancia tan próxima que tuvo que dar dos pasos atrás para no chocar con él.

Se limpió el pecho para recobrar un poco de confianza y dijo:

– Buenas tardes, señor, me llamo Enviado Lucanor y vengo de le­jos, busco trabajo y albergue. Sé trabajar y no le temo a las labores del campo o cualquier otro trabajo que tenga. Hace días que no duermo y casi no he comido. Si nada de lo que le he dicho es posible, quisie­ra agradecerle un jarro de agua y después me marcharé por donde mis­mo vine.

El viejo San Pedro bajó el machete, lo enfundó y volvió la espalda sin chocar con ningún objeto ni mueble. A los pocos instantes estaba de vuelta con un jarro de agua que el joven tomó de una sentada.

– Muchacho, tenías sed de caballo de trote – exclamó San Pedro.

– En verdad tenía mucha sed. ¿Y cómo sabe que soy joven?

Conozco muy bien a los jóvenes por la voz… también me di cuen­ta que no es de esta tierra, aunque tampoco es de la otra, quiero de­cir que hace tiempo dejó el terruño.

– Así es, señor, vine cuando tenía seis años. Soy huérfano y los tíos que me trajeron ya están muertos, los cogió una enfermedad del estó­mago y no duraron nada.

San Pedro recogió el jarro vacío y le señaló el banco del portal pa­ra que se sentara. Caminó al interior de la casa y regresó al poco tiem­po con un recipiente de barro con café y un pedazo de queso blanco. El muchacho comió con un apetito feroz y el viejo no necesitó verlo para saber de la forma que lo estaba haciendo; des­pués pasó el dorso de la mano por la boca y suspiró con alivio para más tarde sa­bo­rear el café que por primera vez lo tomaba endulzado con miel. Y allí, en el ban­co rus­tico del portal, hablaron amigablemente hilando cuentos y aventuras.

Cuando el atardecer era una realidad inconmovible y la llovizna había menguado, al extremo que las aves sacando de la tierra los in­sectos y las demás cosas para su alimento se dispersaron por el patio, al portal llegó Felipa, la única hija del viejo San Pedro. Era una mu­chacha robusta y de piel muy blanca. Tenía, a lo sumo, dieciocho años. El cabello fino y lacio le caía en los hombros como si estuviera hú­medo. Esa fue la primera impresión que tuvo Enviado Lucanor de ella: le pareció como si acabara de salir del río. De inmediato enta­blaron conversación, franca y activa. Les agarró la noche a los tres en el portal. Felipa decidió entrar y preparar comida. Después que ter­minaron de comer le ofrecieron trabajo al joven que sin pensarlo aceptó con mucha alegría.

Esa noche Enviado durmió plácidamente. Por la mañana tempra­no, después de tomar el café con miel y un jarro de leche espumosa, salió a trabajar las tierras.

En realidad la pequeña finca “La Rosa”, llamada así en honor a la madre de Felipa, fallecida años atrás, tenía tierras fértiles pero sitiadas, por el marabú y la guinea. Lo primero que hizo fue chapear los alre­dedores y limpiar el campo de labranza. Eso le llevó una semana y el viejo San Pedro dio órdenes a su hija de pagar por el trabajo realiza­do pero el joven Lucanor se opuso y convenció a Felipa para que con ese dinero comprar semillas y abono para la siembra.

Ella misma fue al poblado y compró lo necesario, incluyendo ape­ros de labranza. Todo lo envió en un carretón del dueño del estable­cimiento. A la vuelta de unas semanas el sitio “la Rosa” tenía su tie­rra sembrada.


El andaluz trabajaba hasta catorce horas diarias. Llegó a sembrar un semillero de frijoles negros, una tabla de yuca y en las cercanías de la casa un platanal manzano. Además en los límites de la finca, muy cerca de los potreros de los Mursugüí, únicos vecinos del lugar, sembró una punta de arroz con la ayuda del dueño de aquellos terrenos, quien, además, desde el primer día se encargó de guiarlo en el aprendizaje de plantar las cepas, los cangres, el semillero y por último el arroz, que lleva tanta paciencia y dedicación, por lo que hubo que represar el río de los Mursugüi para tener el agua necesaria en la faena del arroz. También se ocupó de los animales y de abastecer la casa con agua y troncos secos para el fogón.

Por las tardes, al oscurecer, se sentaban los tres en el banco de afue­ra a conversar.

El viejo San Pedro, con los ojos ausentes y las manos laboriosas, tejía un sombrero de yarey mientras transcurría la conversación.

– Aprendí a tejer sombreros en la guerra – comentaba el viejo sin dejar de mover las manos. Un día que llevaba unos sombreros para la tropa se formó un tiroteo y como no estaba práctico, me cogieron a boca de jarro con dos tiros en la ceja derecha y quedé ciego de ese ojo. A los treinta y cinco años me salió, cerca del párpado, una fístula que el boticario reventó y de tanto trastearme, cuando abrí los ojos, casi no veía del otro. Después con los años y la vejez fui perdiendo la vi­sión.

La realidad de Enviado Lucanor había cambiado por completo, ahora vivía feliz. Lo alegraba mirar de soslayo a Felipa, en su ir y ve­nir por la casa. Hasta los cuentos escalofriantes de la guerra los oía con gusto. Aprendió a fumar tabaco y gustaba de tomar, en la tarde, me­dio vaso de aguardiente de arroz, que el viejo San Pedro elaboraba con mucha precisión.

Seis meses después del caluroso mediodía de su llegada al sitio “La Rosa”, se recogía el fruto de tantos días de sol y sereno. Se guardó al­go de las cosechas para el consumo de la casa y lo restante se vendió en el pueblo. Con el dinero compraron dos mudas de ropa para cada uno, zapatos y un anillo de plata para Felipa que le fue entregada en matrimonio a Enviado Lucanor esa misma noche. Días después se efectuaba la sencilla ceremonia en la Iglesia de la Villa. José Miguel San Pedro, con el sombrero insurrecto en las manos, y el machete a la cintura, bendecía a los novios mientras que el padre Rodobaldo Esquijarosa pronunciaba en latín el ritual de las nupcias. Cuando ter­minó la ceremonia se festejó en la casa. Sirvieron aguardiente de arroz y fricasé de gallina, tasajo brujo y arroz blanco. Los Mursugüi traje­ron las guitarras y se formó el baile hasta bien entrada la noche.


Después de tanto amor desenfrenado y caricias furtivas por todos los rincones de la casa, sorpresivamente vino al mundo Paula, una niña tan diminuta y débil que tuvieron que ponerla cerca del fogón de leña para calentarla y sólo la separaban de él para que la madre la ama­mantara.

La canastilla que trabaje) Felipa, tejiendo y bordando en los mo­mentos libres que le quedaban después de los trajines del amor y de los placeres, fue inútil. Hubo que desvestir a la vieja muñeca de aserrín para vestir a la pequeña sietemesina.

La comadrona y su ayudante, que vinieron temprano al paritorio, dieron por seguro que la niña no se lograba. No quisieron cobrar y tampoco tomaron el chocolate que Enviado Lucanor preparó para la espera. Como dos pájaros negros salieron de la casa, hablando bajito y mirando de reojo para el cuarto donde Felipa que, aún agitada, acu­naba el pequeño envoltorio donde Paula sobrevivía.

La idea de calentarla cerca del fogón fue del andaluz. El había vis­to a sus tíos, allá en la otra tierra, salvar pollos y gansos de esa mane­ra y quiso probar suerte con su propia hija y precisamente fue él quien salvó a la niña pues a los nueve días, ya tenía su calor normal y em­pezó a abrir los ojos y a moverse. Y pronto llamaría la atención por su fortaleza y las perretas en que sucumbía a distintas horas.

El abuelo trajo del monte hojas de roblecillo para ponerle en el estó­mago y así curarle los cólicos, también le dieron a tomar agua de arroz por si acaso era que la madre ya no la alimentaba como ella lo necesi­taba. Sin embargo meses después se dieron cuenta que estaba dotada de un genio sordo y que por ello gritaba de esa manera y se arranca­ba los bucles como si tal cosa. Al empezar la perreta, Felipa traía un jarro de agua de tinaja y se lo echaba por la cabeza y al momento Paula reac­cionaba volviéndose una niña sonriente y juguetona. Así, a la vuel­ta de unos cuantos baños de tinaja, la robusta sietemesina había deja­do atrás las perretas y las furias contra sí misma y se empezó a dulci­ficar en una infancia tierna y amorosa. Esperaba al padre a la hora del mediodía asomada a la puerta. El llegaba con una cesta de plátanos manzanos, maduros y olorosos, que eran la delicia de Paula. Desde la cocina Felipa miraba extasiada a la pequeña mientras escogía el arroz en una gran jícara.

La quietud del hogar fue sofocada por los gritos roncos y entre­cortados del abuelo, que desde el interior del cuarto, sentado en su ha­maca, llamaba a su hija.

– ¡Felipa, ven pronto! – Y la muchacha acudió al momento acom­pañada por su esposo.

– ¿Qué ha pasado, papá? – exclamó.

– ¡Hija, ha estallado la guerra! – La jicara de arroz rodó de las ma­nos de Felipa tan estrepitosamente que fue a caer a los pies de su ma­rido.

No se supo nunca como la noticia había llegado hasta el viejo San Pedro. A las setenta y dos horas de anunciar el comienzo de la guerra, murió sentado en el portal repentinamente.

La casa del sitio “La Rosa” quedó sumida largo tiempo en la infe­licidad pero la entereza de sus moradores y la necesidad de la alegría terminó con la fatiga del dolor. Volvieron a sus tareas diarias y a los juegos del amor que tanto los unía.

Ese día estaba Felipa con su hija ordeñando las vacas, cuando vio a Florencio Mursugüí acercarse a todo galope, y también le vio des­cender de un salto junto a ellas diciendo:

– ¡Corra Felipa, tienen que irse ahora mismo, le han dado candela a su casa y buscan a su marido porque lo acusan de traidor a España. La casa está rodeada de soldados, deje todo y huya, no puede perder ni un minuto, yo le doy mi caballo y estos veinte duros para que pue­dan salir de aquí!

El hombre ayudó a la muchacha a subir al caballo alcanzándole a la pequeña, le dio dos fustazos a la bestia y la hizo reaccionar cogien­do el camino a todo galope. El cubo de leche rodó por el trillo for­mando un diminuto río blanco, hundiéndose en la tierra.

A los despavoridos gritos de la mujer llegó a su lado Enviado Lucanor. Atropelladamente contó lo que estaba pasando y de un sal­to el marido subió a las ancas del caballo y se perdieron por las in­trincadas veredas más allá de las propie­dades colindantes.

Horas después se habían internado en el agreste paisaje montaño­so del lugar y seguros ya de que nadie podía darles alcance, se bajaron del caballo desfallecidos buscando donde pasar la noche. Inmediatamente el hombre se percató que había un potrero cerca y con el jarro que siempre llevaba amarrado a la cintura para tomar agua fue y ordeñó a la primera vaca que encontró y alimentó a su hija. Después de un largo rato de descanso prosiguieron la marcha adentrán­dose trabajosamente por un camino polvoriento y accidentado hacia el lomerío.

De ellos no quedó rastro. Fue así que perdieron el rumbo; por va­rios días borde­aron las lomas de La Campana, hasta llegar a un claro del bajío. Allí el andaluz, Enviado Lucanor, en compañía de su fami­lia inició la dura lucha por la sobre­vivencia. Con la ayuda de la pródi­ga naturaleza empezaron a construir lo que sería su nuevo hogar. De las palmas reales cogieron el guano para techar la casa y con las yaguas verdes levantaron las paredes. Esa noche Enviado Lucanor y su fami­lia durmieron seguros bajo techo.

Felipa San Pedro alimentó a su hija con semillas de ateje y jugo de berro que buscaba en las márgenes del río. Después de triturarlo con una piedra, sobre su enagua, daba esa sustancia a la niña. Según sabía este remedio era muy curativo, con grandes propiedades, sobre todo para el hígado y los pulmones. En la inmensidad de aquel bajío pu­dieron reanudar la vida aunque de una manera casi primitiva.

El hombre salió en la mañana a recorrer el lugar y trajo al hombro un racimo de plátanos y atada al cuello, con un fuerte bejuco de mon­te, una chiva. El animal, por esas cosas que tiene la casualidad, estaba recién parida y sus ubres se arrastraban repletas del codiciado líquido. No supieron si había perdido a la cría o el camino de regreso a la ca­sa después del pastoreo, sólo que estaba allí, con sus ojos inmensos, melancólicos, mirando a la familia que salió a recibirla con gran alegría. Los tres se abrazaron al animal, que sofocada, embestía con su cabe­za desprovista de cuernos. Felipa dio gracias a los seres buenos que la acompañaban y empezó un ritual que consistió en encender un mechón, como una especie de vela, hecha con un bejuco fuerte y erecto, y lue­go regó agua por las cuatro esquinas, le roció la cabeza a su hija y a su marido y después se roció ella misma y siguió datado gracias. Enviado Lucanor encontró este acto como algo fascinante y de gran utilidad para momentos difíciles.

El interior de la choza era amplio; dos troncos de palma hacían de banco v una piedra lisa, elevada en cuatro estacas, era la mesa. Del be­juco de ocuje y palo del monte se confeccionaron dos canastos.

Las jicaras, bien cortadas y pulidas por las manos laboriosas de Felipa, adornaban la mesa improvisada, repleta de mangos, naranjas y plátanos manzanos. La casa estaba rodeada de pequeños arbustos que cubrían el caballete de la misma, así que de lejos no se veía, sino una enredadera descendiendo de flores amarillas que se confundían con el marabuzal. El río se dejaba oír confundiéndose con el sonido musical de la cañabrava. Los pájaros habían hecho allí su nido volun­tario y en el amanecer se les oía en clara controversia, despertándolos.

Así comenzaba el día: Felipa ordeñaba la chiva y daba el desayuno a la niña, su marido se iba a ver que encontraba. Al mediodía regre­saba con algo para el almuerzo. Entonces comían biajacas asadas y fru­tas, luego tomaban el fresco a la sombra de los árboles. La niña de tan­ta quietud se quedaba dormida. Después que la acomodaban en la choza, el hombre y la mujer salían en silencio hacía el río, desnudos y amorosos iniciaban sus caricias fluviales que duraban toda la tarde. Se besaban largamente sumergidos hasta el cuello, flotando sobre las pie­dras enormes y blancas de la cascada. Allí sus cuerpos resbalaban uno sobre el otro en un movimiento suave y eterno hasta el cansancio. Después, extendidos en la maleza, miraban largo rato, extasiados, a la inmensidad que los asistía y sin decir palabra quedaban así mientras que la brisa les secaba y el sol les doraba la piel. Volvían al atardecer con todo lo que iban encontrando en el camino que les fuera útil pa­ra seguir sobreviviendo.

Seis semanas después que acamparan en este paraje Enviado Lucanor le llamó Punta de Diamante.

Pero las fiebres que sobrevinieron a Paula, en las horas del atarde­cer, cambiarían nue­vamente el destino de ellos. Esa tarde teniendo a su pequeña en los brazos sin poder bajarle la temperatura, por más que Felipa se esforzaba en la búsqueda de hierbas medicinales, a Enviado Lucanor empezó a darle vuelta en la cabeza el salir de allí.

Con esa idea salió a buscar a los parientes de su mujer que vivían cerca de “La Campana”. Su propósito era encontrar a los San Pedro y entregarle a su mujer y a su hija para poder trabajar y mantenerlos y lo más apremiante: curar las fiebres de Paula.

Felipa, con lágrimas en los ojos, aceptó la decisión de su marido y mientras siguió poniendo emplastos y hojas de tabaco en la planta de los pies de su hija. Al anochecer el hombre llegó a un pequeño claro desde donde se veían las luces de carburo de un caserío.

– Creo que llegué a mi destino – se dijo el andaluz secándose el su­dor de la cara. En efecto, estaba en la cercanía de “la Campana”. Tras media hora de descanso, emprendió nuevamente el camino. Entró en el caserío y habló al primer hombre que encontró.

– Por favor, vengo buscando la casa de los San Pedro – dijo som­brero en mano. El hombre que tenía delante lo miró detenidamente para contestarle casi de inmediato y luego que reconoció en él al ma­rido de su sobrina.

– Donde rayos se habían metido ustedes… yo soy Tomás San Pedro, tío de Felipa. Enviado casi no se podía mantener en pie y movía la ca­beza nerviosamente como no creyendo lo que oía. La voz del hombre se dejó oír nuevamente.

– Venga para la casa, después que coma algo podrá explicármelo todo.

Ya en el interior de la misma y después de tomar un jarro de agua y comer el hombre explicó todo lo ocurrido al tío de su mujer.

– Mañana temprano salimos a buscarlas, en esta casa tendrán lo que necesitan.

Antes que saliera el sol ya Tomás San Pedro había colado café y en­sillado un mulo y dos caballos y un rato más tarde iniciaron el cami­no hacia Punta de Diaman­te. Hicieron un alto en el trayecto para dar­le agua a los caballos y tomar café. El viejo sacó un envoltorio que tenía guardado en la alforja y le brindó a su sobrino político: era un pedazo de guayaba con pan. Al reanudar la marcha se sorprendieron al ver que se acercaban a todo galope varios jinetes envueltos en una nube de polvo que casi no se distinguían. A los pocos minutos esta­ban frente a ellos. Desenfundando los ma­che­tes los hombres se baja­ron de los caballos.

– Sonaos gente buena – exclamó Tomás San Pedro. Sin reconocer aún a los que tenía delante. La voz de uno de los hombres se dejó es­cuchar:

– Es mi compadre de allá de “la Campana” – (señalando hacia el lomerío).

De inmediato Tomás San Pedro y Enviado Lucanor respiraron pro­fundo y el viejo se adelantó para saludar efusivamente a su compadre. A los pocos minutos estaban sentados debajo de los árboles que bor­deaban el camino y fumando unos tabaquitos torcidos en el monte que despedían un aromático olor.

– ¿Y quién es el paisano? – preguntó Anastasio Bonachea, jefe de operaciones del general Castillo y compadre dos veces del viejo San Pedro.

– Es mi sobrino político y él llegó a la Isla cuando era niño, ahora está huyendo con su familia porque lo tildan de traidor a España.

– Pues mire lo que son las cosas, nosotros necesitamos un hombre joven con ese mismo porte que tiene el galleguito…

– No soy de Galicia, soy andaluz nacido en Jaén y me llamo Enviado Lucanor.

– Mucho gusto amigo. Bonachea para lo que mande. Tenemos que penetrar al fuerte enemigo y nosotros no podemos entrar porque nos reconocerían; sin embargo si usted hiciera esa encomienda por nues­tra lucha jamás lo olvidaremos, pues si no entramos al fuerte no po­dremos saber con lo que contamos para seguir en la zona operando. Esa es la urgencia que tenemos.

Después de un largo rato de explicarse entre ellos las razones, Enviado Lucanor determinó entregar a su familia al tío San Pedro y aceptar el compromiso con aquellos hombres de machete a la cintura que tan sorpresivamente cambiaron para él en tan poco tiempo el rum­bo de sus planes y definitivamente su vida. Antes de partir Enviado Lucanor escribió a su esposa una breve carta que el tío entregaría ho­ras después a Felipa.

Allí se separaron. San Pedro siguió recto el camino de la loma, tal y como se lo había explicado Lucanor. Antes de unirse a la escuadra del general Castillo vio el andaluz por un rato, alejarse al viejo.

“No tengo tiempo de regresar, fue una casualidad del destino que me encontrara con tu tío cuando llegué a «la Campana», como todo lo que pasó después. El te lo explicará en detalle. Tengo una gran tris­teza pero sé que estarás a salvo y mi hija quedará bien. Yo no pude negarme a este compromiso pues lo perdimos todo allá en la finca de tu padre por una acusación injusta y me llamaron traidor. Ahora voy a ser consecuente con esa acusación. Perdóname. Los besa, Enviado Lucanor.

Septiembre 11 de 1895.


La encomienda era llegar hasta el fuerte enemigo y comprobar lo que tenían y los movimientos que hacían, después escapar sin ser vis­to y buscar la columna del general Castillo e informarle

3

Pozo ciego

El pozo que fue símbolo de vida, se fue secando y sus manantiales, sabedores de que ya no eran necesarios, cerraron sus afluentes y sabe Dios por qué cau­ce se alejaron; pero allí, rodeado de malezas, el pozo vive, lleno de piedras, matas trepadoras y rizados heléchos y en su brocal, que un día susurraba el agua al salirse de las vasijas, se posan ahora los pájaros negros y culpables.

Ellos asustaron a los moradores de la casa y los hicieron irse y abandonar el pozo.

PARQUE AMARILLO

Después de caminar tres días sin descanso Enviado Lucanor divisó el fuerte enemigo en las cercanías de Pozo Azul. Desde el lugar en que se encontraba, una pequeña elevación, observó lo que estaba pasando abajo en el improvisado campamento. En la confusión al ir y venir de los soldados, Enviado entré) al campamento haciéndose pasar por un montero de la zona, a las pocas horas ya había comprobado la canti­dad de hombres y armamento con los que contaba. Al anochecer con todos los datos en la memoria, hambriento y maltrecho, inició el re­greso para buscar la columna, bordeó el monte espeso lleno de eleva­ciones y al amanecer encontró un trillo de tierra negra y macheteado los bordes del manigual dando la impresión de que al final de ese ca­mino algo tenía que existir. En efecto, allí en un lugar llamado Ciego Potrero, se hallaba la fuerza del general Castillo, hasta donde fue con­ducido el joven andaluz que contó todo lo que había visto del fuerte.


“El día 17 en marcha a las 6 a.m. Se acampó en Playuelas a las 11 a.m. para almorzar. Los vecinos de los alrededores fueron citados al cuartel general siendo allí detenidos para evitar que avisaran al ene­migo. Se continuó la marcha llegando a las inmediaciones del Fuerte Pelayo. El general dispuso la formación de las fuerzas necesarias para el ataque y mandó un parte en oficio al comandante del destacamen­to Quinciano López diciéndole: que para evitar derramamiento de sangre le intimaba la rendición del fuerte garantizándole la vida y la de todos sus subalternos. Al no recibir contestación se ordenó el ata­que y el general llamó a un lado a Enviado Lucanor y le ordenó pa­sarse a las filas de su columna y a su mando y que después se hablaría con el general Castillo. Y avanzaron sobre el Fuerte Pelayo a la van­guardia con su Estado Mayor, siguiendo la marcha hasta pasar el río que está al pie de la loma y acto continuo el flanco derecho de la su­bida de aquella donde estaba el mencionado fuerte, y los generales con sus estados mayores, al mismo tiempo que rompían los fuegos de un fortín sobre la escolta del general en Jefe logrando capturar al co­mandante del destacamento Quinciano López al que se le obligó el cese del fuego terminando así el tiroteo”.

El narrante, como se le llamó a Enviado Lucanor, en esos momentos se dirigió a la casa cuartel, el mismo que días antes él espiara en lo al­to de su escondite.

“Se ocuparon cincit revólveres de ordenanzas, cinco tercerolas con su parque y parte del archivo de ese puesto. Así mismo 42 rifles Remingtons de infantería, 5 machetes y 1,300 tiros de fino calibre Parque Amarillo como llamamos a ese tipo de parque. También se ocuparon 8 caballos con sus monturas y el correaje corres­pon­diente al armamento ocupado.

Al comandante enemigo Quinciano López, y a sus subalternos se les puso en libertad y uno de ellos se quedó voluntariamente en nues­tras fuerzas”.

Horas más tarde Enviado Lucanor es ascendido a oficial con gra­do de Alférez y mandado al fuerte enemigo Río Grande con una de­licada y peligrosa misión. De esta encomienda sobrevino una cruenta batalla que trajo muchas bajas, y entre ellas se perdió en una embos­cada el teniente Frías, que fue el mejor amigo en la guerra del anda­luz.

El domingo llegaron a la Majagua y acamparon allí. Al anochecer recibieron noticias: Felipa San Pedro se había ahogado en la crecien­te del río cuando trataba de cruzarlo.

Enviado Lucanor pasó la noche sentado en una piedra lejos de la tropa sollozando como un niño y dando con los puños en la tierra ne­gra del trillo que lleva­ba hasta el cuartel general. Permanecería lu­chando hasta diciembre de 1896, después que confirmaron la muer­te del General.

Al final de la guerra regresó pobre y sin el amor más grande de su vida. Fue a reunirse con su hija y no la encontró en la casa del tío, és­te había muerto meses antes. A partir de entonces, comenzó una de­sesperada búsqueda. Nunca imaginé) que la niña sietemesina que él salvé) calentándola cerca de las brazas del fogón estaba en esos mo­mentos por las calles estrechas y adoquinadas de la Villa pidiendo li­mosnas. Finalmente la encontró en el quicio de la Iglesia Mayor.

4

Aparic

Se sacrifica, un venado cocinándolo con esmero, la sangre se separa en una olla, y se pone al fuego y en ese hervor se echa un muñeco de cera y se deja consumir hasta que las llamas se apaguen y las cenizas blancas del carbón crezcan y se vean como una quimera indestructible.

En la olla se evapora la sangre del venado y el olor a cera se queda im­pregnado en todos los sentidos. La hechicera entona un canto alegre y acom­pasado y da varias vueltas alrededor de la persona que va a recibir la visi­ta. Después dice al oído de la consultante:

– Llena la habitación de flores y esencias para que soportes el olor de las profundidades pues el hombre ya está sentado en la cama.

LA CASA DEL TRASPATIO

Enviado Lucanor sacó a su hija de la mendicidad y comenzó la lucha por la sobrevivencia. Alquiló una habitación en una cuartería en las afueras de la villa y encontró un trabajo de tejedor de sombreros con tan mísero salario que sólo podían comer una vez por día.

En un clavo de la pared quedó colgada la tercerola y el sombrero insurrecto. Jamás habló de la guerra y renunció a la pensión de vete­ranos y a esa institución.

En pocos años se había convertido en un hombre ensimismado, con rasgos melancólicos que contrastaba con su fortaleza física, esto último lo ayudó mucho para salvarse a sí mismo y a su hija.

Al cabo de unos meses, harto de la penuria que lo rodeaba, tomó la decisión de dejar a Paula con la dueña de la casa, quien en otras oca­siones se lo había propuesto pues gustaba de los niños. Así lo hizo y un día se marchó antes que la niña se despertara pues no tenía valor para despedirse.

Desde temprano salió de la casa y tomó la línea norte y por la tar­de estaba entrando en las proximidades del Llamagual. Era la finca más grande de la comarca, de cultivos de cítricos y caña de azúcar.

Montado en su caballo de trote, Enviado Lucanor divisó la pro­piedad de Los Borges; el olor penetrante de los azahares lo estreme­ció y comenzó a estornudar repetidamente. Sacó de su bolsillo el pañue­lo y limpió el sudor de su rostro y de paso la nariz.

Delante de él tenía la casa humilde de un partidario. Preguntó pre­suroso desde su cabalgadura al hombre que en el patio amolaba la afi­lada hoja del machete.

– Siga recto…el olor de los naranjales lo llevará hasta la misma puer­ta de los Borges, no tiene pérdida – contestó el hombre.

Emprendió la marcha diciendo adiós al campesino que lo miró con cierto asombro. Era un hombre bien distinto a los de por allí, vestido con ropa de montar cruda, y aunque gastada por el uso, le lucía muy bien.

A los pocos minutos llegó ante la reja blanca de la entrada, saltó del caballo, lo amarró y entró a la propiedad. Delante de él un camino de piedras lisas llevaba hasta la puerta principal. En la balaustrada del por­tal se acodó un momento para contemplar el paisaje. La casa de los Borges era grande, con ventanas altas y techo francés, haciendo con­traste con lo blanco de los azahares que lo cubría todo. Detrás en el traspatio, se podía ver una casa rodeada de iranio real y florecida de júpiter morado.

El andaluz llamó a la puerta; apareció ante él una mujer regordeta con voz muy grave como las cantantes operáticas…

– ¿Qué desea? – secamente preguntó.

– Vengo en busca de trabajo, sé hacer cualquier cosa…

Sin terminar la frase la mujer lo interrumpió para decir:

– Diríjase al campo donde están los partidarios y hable con el ma­yoral de la finca –. Y un portazo se oyó impresionante y sonoro ante el hombre que se quedó parado unos instantes recobrándose. Volvió sobre sus pasos y cuando estaba llegando a la reja la voz fuerte de un hombre lo hizo detenerse.

– ¿Qué se le ofrece amigo? – preguntó el mayoral Ambrosio Rojas, persona de confianza absoluta de los dueños y que llevaba más de cua­renta años al servicio de la casa.

– Necesito trabajar en cualquier cosa – respondió Lucanor.

– No parece usted ser de por estos lares.

– Me crié aquí pero soy andaluz. Ahora tengo gran necesidad de trabajar, me he quedado viudo y con una hija.

– Pues amigo nos hace falta un hombre fuerte para cargar los sacos del naranjal y subirlos a la carreta. Como quiera que se vea es un tra­bajo honrado y se paga bien, con comida y albergue.

– Se lo agradezco mucho. Sólo tiene que decirme dónde dejo el ca­ballo y el herraje.

Ambrosio Rojas era un hombre rudo de campo pero con mucha nobleza. No sólo le brindó trabajo a Lucanor sino que trató de aco­modarlo lo mejor que pudo.

Llevó el caballo hasta la caballeriza y lo liberó de la montura y los arreos. Con las alforjas al hombro entró en un rancho varaentierra donde dormían tres hombres en sus hamacas de saco; él le señaló al andaluz una que estaba vacía.

– Esa es la suya – le indicó el mayoral –. Después que descanse pue­de comer con los demás, mañana se levanta al igual que ellos y em­pieza en las plantaciones-. Ambrosio Rojas se despidió en la puerta y salió al camino.

Después del desayuno, se fue a los naranjales. Nunca pensó desa­yunar tan bien para trabajar. Lo servían a las cuatro de la mañana: un café con leche puro, bolas de plátano verde con queso blanco, bonia­to asado con aporreado de tasajo, pan con mantequilla casera y una jarra de jugo de naranja azucarado. Desayunaban en una mesa larga, rústica, de madera, para doce comensales, con bancos a cada lado. Los partidarios y mozos en silencio comían con apetito y después se le­vantaban e iban a buscar el sombrero que habían dejado colgado an­tes de entrar al comedor de servicio.

A las seis de la mañana ya estaban en la plantación y no regresaban hasta las tres. A las cinco se servía la comida y a las ocho iban a dor­mir.

Allí, con los pesados sacos de naranja al hombro, estaba Enviado Lucanor pensando en Felipa San Pedro y en su hija Paula. Trabajaba en silencio día tras día, durmiendo temprano como los demás, sin otro aliciente que el tarareo bajito de su voz con la única canción que se sabía y trajera de su tierra. Así pasaba el tiempo en la finca de los Borges. Cada semana guardaba el jornal entero, no iba al pueblo a be­ber como los otros, no compraba ropas ni baratijas a Benigno, el ven­dedor, ni apostaba a los gallos los domingos. Trabajaba, comía y dormía, sólo tenía un afán: ahorrar dinero para establecerse con su hi­ja.

Esa tarde cuando regresaba del trabajo, Ambrosio Rojas lo inter­ceptó en el camino para decirle que el dueño de la finca, Don Aquilino Borges, le había gustado su manera de trabajar y quería ofrecerle al­go mejor. Dicho esto se despidieron en el lindero de la finca y Lucanor se dirigió hacia el río, entró en el agua fría de la orilla y braceó hasta el centro. A su memoria volvieron los recuerdos. Estas aguas se le pa­recieron tanto a aquellas otras, allá, en su Punta de Diamante donde junto a Felipa San Pedro se bañaban desnudos hasta el atardecer. Tuvo la sensación que la tenía abrazada a él, con los cabellos esparcidos en la corriente y sintió la humedad de sus ojos confundirse con el agua que le corría por el rostro y sollozó sordamente en el silencio fluvial de aquella tarde, en que Felipa, su amor primero, se despedía para siempre de su corazón y sus sentidos.

Vestido con ropa de montar, las polainas puestas y peinado hacia atrás se presentó Enviado Lucanor en el recibidor de la casa vivienda. Micaela de la Rosa, la misma mujer con voz de contralto que le abrie­ra las puertas el día que él llegó, lo condujo hasta donde estaba el vie­jo hacendado:

– Don Borges, este es el hombre que quería ver.

La mujer se alejó hacia la cocina.

El comedor estaba amueblado con un juego de maderas preciosas. A cada lado de la pared dos vitrinas repletas de porcelana y cristalería fina. Una planta de picuala, color rosa, había hecho entrar sus ramas floridas por el ventanal de altos vitrales amarillos y el olor de las di­minutas flores unido al de los azahares que llegaban desde la planta­ción era casi insoportable para el andaluz que de pie, delante de don Aquilino Borges, trataba de sobreponerse a los olores florales y ser cortés.

– Buenas tardes, señor… he venido porque mandó a llamarme.

– Así es, Lucanor… siéntese y vamos a tomar un café.

El mismo Borges sirvió el aromático líquido que reposaba en una hermosa cafetera de porcelana. Lo sirvió en dos tazas. Después del café el hacendado, que se mantenía muy bien en sus sesenta y cuatro años, se levantó de su silla encaminándose hacia la ventana.

– Lo llamé porque quería conocerlo. Tengo buenas referencias de usted y sé que no es de esta tierra, además, que es viudo y que tiene una hija. Quiero ofrecerle un trabajo mejor, necesito que lleve usted las cuentas de la finca y que le pague a los empleados y se encargue de los partidarios. Ganará tres veces lo que gana en el campo y tendrá to­das las consideraciones de un empleado de confianza.

El andaluz de inmediato sopesó la oferta y aceptó el empleo y esa misma tarde, después de la conversación con el dueño de los naranja­les, se le entregó como vivienda la casa del traspatio que estaba desti­nada al personal de oficina y a las visitas y que llevaba mucho tiempo cerrada, pues desde que su hijo Valentín Borges contrajera la tisis los amigos se apartaron de la familia por temor a contagiarse y tampoco había hecho falta traer de afuera a nadie para el trabajo de la oficina.

Las mujeres de la casa vivienda hicieron una buena limpieza para entregársela. Pusieron sábanas limpias y un mantel de cuadros azules en la mesa del comedor. Tenía dos habitaciones y un portal a la re­donda, comedor y cocina. En el frente crecía un jacarandá tan florido que en la mañana había que barrer la mullida alfombra de flores que caía durante la noche, dos canteros de mejorana y un rosal furibundo de miniaturas que abastecía de rosas a la vecindad; en el costado, don­de abrían las ventanas su frescor y luz, estaban los tiestos de ruda, apasote, hierba luisa y tilos. Al final del patio, allá, después del trillo de piedras, se levantaba el roble real, sólo de nombre pues en las noches parecía un árbol fantasmal que envolvía la casa y a sus moradores.

De toda la vida don Aquilino Borges quiso deshacerse del roble, realizó algunos tratos con los taladores de los montes vecinos pero siempre se dejaba para más adelante y una y otra vez se posponía cor­tarlo. Pero cuando el andaluz Enviado Lucanor tocó su tronco y alzó la vista hasta sus confines murmuró sentencioso:

– Lo único que me preocupa es que venga un ciclón.

Después de su recorrido por los alrededores del pequeño jardín en­contró sobre la mesa alca de la sala, un sobre cerrado en el cual resal­taban con letras góticas su nombre y apellido abrió el sobre y leyó en voz alta:

“Le invitamos a la boda de mi hermano Valentín que será el pró­ximo sábado aquí en la casa. Lo saluda Ciria”.

Ya no tuvo que levantarse a las cuatro de la mañana para comer bo­las de plátano y tasajo en el comedor de servicio e irse a los naranja­les, sino que se agenció un poco de polvo de café, un viejo colador de tetera y una canasta de naranjas dulces, preparando su propio desa­yuno en la casa del traspatio.

A las ocho de la mañana comenzó su nuevo trabajo. La oficina es­taba situada detrás del cobertizo. Era una habitación amplia con es­tantes repletos de libros y un buró grande de caoba. Encima del buró los libros de cuentas de la finca se amontonaban y sentado en la silla, casi cubierto por ellos, Valentín Borges leía un libro de poemas de amor.

– Soy Enviado Lucanor y su padre me ha mandado a trabajar aquí.

– Pues le cedo el sitio, amigo. Ahora le explico lo que tiene que ha­cer – contestó el joven.

Los dos hombres se presentaron y simpatizaron de inmediato. A media mañana ya Enviado Lucanor sabía como enfrentar el trabajo. A las cinco de la tarde terminó y se fue a su casa del traspatio. En ge­neral estaba satisfecho con lo que acababa de hacer, sólo lo perturba­ba el olor de los azahares, desde el primer momento que llegó a la fin­ca odió ese aroma y aquella tarde lo sintió más que nunca, tal vez por ello, y a la usanza eclesiástica hizo un sahumerio de incienso y euca­lipto y lo paseó por toda la casa, pareciendo más que un contable un novicio o seminarista con la bacinilla en la mano llenando de humo todos los rincones, costumbre que lo acompañaría por mucho tiempo.

Enviado fue a buscar unos papeles a la oficina para revisarlos. Cuando cruzó el corredor allí, regando los tiestos de Marilópez, esta­ba Ciria, la hija menor de Don Aquilino Borges. Tendría diecinueve años, alta, con ojos penetrantes y muy sonriente. De inmediato dejó lo que estaba haciendo y se le acercó, él se había quedado frente a la puerta de la oficina sin saber que hacer.

– Buenos días – dijo Ciria.

– Buenos días – secamente respondió.

– Hace poco dejé en su casa la invitación de la boda de mi herma­no.

– Muchas gracias – contestó él. Y Ciria se alejó, por el corredor.

En efecto, la boda de Valentín tendría lugar el sábado siguiente.

Antes de cumplir los veinte años el joven contrajo la enfermedad.

Se decía que lo habían contagiado las mujeres de la vida del puente de lajas y ya llevaba dos años de noviazgo con Clara Estupiñan, una ro­busta muchacha del pueblo que hablaba a voz en cuello y reía sin pa­rar. Se conocieron en unas de las visitas de ella a la finca con el pre­texto de recoger naranjas; hacía tiempo que Clara le tenía el ojo echa­do. El por su parte se enamoró perdidamente de ella.

La fiesta del casamiento empezó temprano en la casa. Eli viejo Aquilino Borges no se atrevió a impedir el matrimonio para no amar­gar a su hijo. En la boda se tiró la casa por la ventana: se comió y be­bió por todo lo alto y la orquesta más afamada de la capital amenizó la fiesta. Ciria sentada junto a su padre, miraba desarrollarse el baile y Lucanor cerca de ella se mantenía sin hablar con nadie. La miraba y le parecía tan hermosa con su vestido malva que no creyó prudente ir donde estaba. Se conformaba con mirarla largamente por encima de los bailadores y del ir y venir de los sirvientes. Fue entonces que Ciria se acercó más a su padre y le pidió permiso para ir donde estaba Lucanor. El padre afirmó con la cabeza y ella corrió a buscarle.

– ¿Quiere bailar conmigo? – exclamó la muchacha sonriendo. Casi no tuvo tiempo de preguntar si la habían dejado bailar con él pues Ciria se aproximó tanto que el andaluz la tomó de la mano y la con­dujo hasta el centro del salón donde iniciaron un baile suave y caden­cioso. Bailaron toda la noche en silencio con el lenguaje perfecto de las miradas y el ritmo suave de la música.

La fiesta terminó tarde. Ciria, antes de despedirse, le dijo a Lucanor:

– Me enteré que tiene una hija y quiero que la traiga para que se pase una tempo­rada con nosotros.

Esto le pareció a él una exageración pero no hizo ningún comen­tario y se despidió. Desde los primeros días del matrimonio de Valentín con Clara hubo cam­bios en la casa. La joven pueblerina dio muestras de avaricia y casi sin disimularlo qui­taba y ponía ante los ojos de to­dos, que pronto supieron la clase de mujer que el pálido heredero de los naranjales escogió por esposa.

Sólo Ciria se rebeló ante ella y la puso en su lugar el día que quitó el lienzo donde su madre sonreía en el tácito marco del retrato pinta­do, en las Islas Canarias, por un artista afamado del lugar. De un em­pellón tiró Ciria a la regordeta intrusa que fue a caer de bruces sobre la mesa de la sala. Todos vinieron ante la algarabía de las dos mujeres. Valentín se quedó mudo en la puerta. El único en reaccionar fue Enviado Lucanor que corrió adonde estaban y cogiendo a Ciria en brazos la sacó de allí, le ordenó los cabellos y el vestido y le habló ba­jito, con todo cariño, hasta que Ciria, finalmente, se fue tranquilizan­do. Apartó con cuidado las manos de Lucanor de su vestido y sin de­cir palabra salió corriendo rumbo a su cuarto. Desde ese día se levantó entre las dos mujeres un odio a muerte. Clara Estupiñan guardó un rencor tan profundo en su corazón contra la cuñada que por las no­ches la estrangulaba en sueños y por el día hacía en los rincones de la casa pequeñas cruces de ceniza para maldecirla.

Paula, la hija de Enviado Lucanor, venía los fines de semana a la casa y Ciria la llenaba de mimos y cuidados. Dormía la siesta con ella y se iban a bañar al río por la tarde.

La única que miró con resquemores y envidia a la niña fue Clara. Tanta cizaña introdujo entre su marido y suegro que terminaron por llamar a Ciria al cuarto del padre para prohibirle las visitas de la hija de Lucanor a la finca y que le arreglarían un viaje a la ciudad para que pasara una temporada con las tías, por parte de madre, y olvidara to­da esta tragedia familiar ajena.

Ciria escuchó atentamente todas las palabras de su padre y herma­no y mirándolos fijamente contestó:

– ¡No me iré de esta casa! – y salió del cuarto deshecha en lágrimas.

Estuvo nueve días encerrada sin comer ni comunicarse con nadie. Delante de la puer­ta Enviado Lucanor dejaba todos los días unas lí­neas declarándole su amor y ani­mán­dola con súplicas de que volviera a la vida y que no se dejara vencer. Con las notas de amor dejaba una copa de agua fresca y una flor. Por eso, cuando pasaron los años, Ciria le contaba a sus hijas de cómo había resistido sin comer y sin apenas to­mar líquido durante nueve días y que sólo en ese tiempo se alimentó de agua y amor.

Después del ayuno voluntario Ciria decidió salir de su cautiverio. Se levantó temprano poniéndose un vestido azul y con los cabellos en un hermoso moño sobre la nuca entró en el comedor. Desayunó con gran apetito servida por las mujeres de la cocina. Después fue hasta la puerta del cuarto de su padre y tocó suavemente, abrió y entró. El pa­dre la miró con asombro.

– ¡Hija, al fin llegas a mi lado! – Ciria se abrazó a él llenándolo de caricias.

– No sufra, padre, no me he muerto. He decidido vivir y por eso estoy aquí. Voy a casarme con Enviado Lucanor y le pido permiso y que me bendiga.

A las pocas semanas, no se sabe porqué misterio de la vida, el pa­dre daba el consentimiento para la boda de Ciria y Lucanor.

El casamiento fue íntimo dado que el novio era viudo y tenía una hija. Después de la ceremonia y el brindis se fueron a la casa del tras­patio. Ciria renunció a su amplia habitación y a las comodidades de su casona, quiso vivir allí y hacer una vida nueva al lado de su esposo.


La tarde de San Juan trajo mucho ajetreo en la casa vivienda. Las mujeres de la cocina con Clara Estupiñan a la cabeza, hicieron todo tipo de juegos para adivinar el futuro. Pusieron agujas en la tina de agua para saber quien se casaría próximamente pues el juego consistía en poner dos agujas a flotar en un recipiente, si las dos se unen y flo­tan juntas es que va a efectuarse un matrimonio; otro juego era el de mirar a lo profundo de un pozo o un río, allí se ve dibujado en el agua el rostro de la persona que está distante y se quiere ver, o también el de los papeles doblados con el nombre del pretendiente, si se abre es que se casará con esa persona y así una veintena de juegos que duran todo el día de San Juan, sólo interrumpidos por el almuerzo que de prisa preparaban las mujeres que iban y venían, como gallinas cluecas, alborotando cuando se veían reflejadas en lo que decían los juegos.

Después de tomar un café fuerte y amargo, don Aquilino Borges mandó ensillar el potro recién domado que trajeron de las caballeri­zas de los isleños Montes de Oca pues quería dar un paseo por la pro­piedad para visitar, por su onomástico, a su compadre Juan Segundo Domínguez.

Al cruzar la cerca que dividía las fincas, el potro se encabritó y em­pezó el corcoveo, no pudiendo Don Aquilino con el empuje de la bes­tia que con sus patas delanteras quería alcanzar la inmensidad. Cayó al zanjón del camino limítrofe dándose un golpe en la nuca que le pro­dujo la muerte de inmediato.

Tres días duraron los funerales. Toda la comarca desfiló ante el ataúd del hacen­dado más rico del lugar. Los dos hijos lloraron la pér­dida del padre convencidos que él era lo único que los había mante­nido unidos.

Al tercer día llegó el párroco del pueblo con la sotana empapada pues se había desatado un vendaval terrible, que tenía a todos hablando del caso. Fd cura miró por encima de sus gruesos cristales y dijo a los Borges:

– Deben de inmediato dar santa sepultura a su padre, pues ya el cadáver empieza a heder – y dicho esto se acercó al ataúd y musite) una oración haciendo la señal de la cruz. A las cuatro de la tarde cargaron el féretro seis partidarios y con la comitiva detrás se encaminaron has­ta un campo lejano donde crecían árboles frutales y flores. Allí en un claro rodeado de cedros, se cavó la fosa donde enterraron a Don Aquilino Borges. La tierra negra cayó sobre la caja y más tarde las flo­res numerosas de los asistentes. Desde ese día se le llamó al lugar “el campo del muerto”.

Ser enterrado en su propia tierra fue algo que en muchas ocasiones se le oyó decir al viejo Borges, así que al regresar del entierro sus dos hijos se miraron en silencio y sintieron el alivio de haber cumplido con el padre por última vez.

Tras recoger algunas pertenencias que su hermano compartió con ella, Ciria Borges jamás volvió a la casa vivienda. De regreso en la puer­ta no tuvo tiempo de agarrarse al picaporte y cayó al piso. Enseguida la auxiliaron las mujeres de la cocina, avisaron rápidamente a su ma­rido que se había quedado hablando con Valentín quien en esos mo­mentos le comunicaba que ya no necesitaba más de sus servicios, que Clara, su esposa, llevaría las cuentas de la propiedad.

Corrió Lucanor hasta donde estaba Ciria sin acordarse del despido ni de nada que no fuera ella. Después que la acostaron y le dieron co­cimiento de hoja de jazmín y café fuerte, él salió en su caballo a bus­car al médico quien al rato después la estaría reconociendo. Al termi­nar, con voz animosa, dijo:

– Su esposa no tiene ninguna enfermedad, es que va a ser madre.

La noticia alegró a los esposos, aunque no hicieron ningún albo­roto ya que ella acababa de enterrar a su padre, limitándose sólo a un brindis de agua en la sencilla habitación. Esa semana llegó a la casa del traspatio Paula que vino a ayudar para que Ciria hiciera reposo.

Al final del invierno nació el primer hijo de Ciria y Lucanor al que le pusieron por nombre Rafael pero todos lo llamaron Pelo. Cada dos años Ciria traería al mundo un nuevo hijo y a partir de entonces y pa­ra tales ocasiones cuando Ciria ya estaba gimiendo, agarrada a la ba­randa de la cama, sudorosa y mordiendo la almohada, llegaba la co­madrona con un maletín gastado y empezaba la faena. Los demás hi­jos los repartía en la casa vivienda y en la finca de los Montes de Oca.

Esta vez estuvo Ciria retorciéndose con los dolores de parto hasta bien entrada la noche, agarrada desesperadamente a los barrotes del espaldar, con los cabellos empapados por el sudor en un charco de sangre y agua que le parecieron la humedad de la muerte. Las manos callosas de la comadrona tiraban bruscamente de su vientre, sentía co­mo si todo su ser descendiera hasta lo último. Sólo salió del sopor y el sufri­miento cuando escuchó los gritos de su hija, una robusta niña que llamaron Mara.

Quedó en tan mal estado que no pudo amamantar a la niña así que decidieron llevarla a la casa de un partidario en la que vivía Angela, la viuda que estaba recién parida y que se había brindado para amamantar a Mara.

El médico venía a ver a Ciria dos veces por semana. Este aconsejó al matrimonio no tener más hijos pues sería fatal para la madre, casi estaba seguro que de pasar ocasionaría la muerte de ella. Debía guar­dar reposo durante dos meses y alimentarse muy bien para perder re­sistir y recobrar las fuerzas perdidas.

Tuvieron que vender lo que Ciria guardaba de valor; prendas de oro, dos novillas, la leontina de don Aquilino Borges y un jarrón deplata maciza. Todo eso costó el restablecimiento de la muchacha. A los tres meses, recobrada Ciria defini­tiva­mente, amorosa y feliz, volvía al lecho con su marido. Las caricias y los trajines del amor duraban hasta el amanecer. Caían rendidos, abrazados uno encima del otro. La claridad del alba y el canto del gallo hacían saltar de la cama al hom­bre que levantándose estrepitosamente gritaba:

– ¡Carajo, se nos pegó la sábana! – ella corría a la cocina y hacía el café. Entonces emprendían el trabajo diario: El se iba para la labran­za y ella preparaba el alimento de la familia y hacía otras muchas la­bores domésticas.

Después de ese mes de desenfreno y pasiones desmedidas aconte­ció lo que tenía que suceder: la mujer quedó embarazada por quinta vez, pese a las recomendaciones.

Desde el momento que tuvieron la certeza del embarazo fueron a ver al médico. Enviado Lucanor, nervioso y con voz entrecortada anun­ció al galeno lo ocurrido. El la examinó cuidadosamente con el mis­mo cariño de siempre. Cuando terminó llamó al esposo y conversa­ron:

– El embarazo esta perfecto pero ella está muy delicada de salud. Hay que tomar medidas de urgencia para que no haya problemas. Que tenga reposo absoluto los meses que le faltan y una alimentación fuer­te, tomar baños de sol y dormir bien.

Se despidieron en la puerta del consultorio y no se dijeron ni una sola palabra en el camino de regreso pues sabían que lo dicho por el médico casi era imposible de llevar a efecto, pero Lucanor con el op­timismo que siempre lo caracterizó, se detuvo de pronto unos pasos delante de su mujer y le dijo firmemente:

– Todo se hará como lo ha ordenado el médico. De los hijos me encargo yo, trabajaré y cuidaré de ti, eso te lo aseguro.

Los meses que vinieron fueron muy difíciles para la familia. Los niños también ayudaban pero el trabajo duro del campo y ¡os cuida­dos de la casa recaían en el padre que dormía vestido v con polainas como lo hacía en la guerra, también ahora él tenía una guerra larga que librar y estaba en esa lucha sin pedir nada a nadie.

Los hijos mayores en verdad ayudaban mucho: se ocupaban de mo­ler la harina, cargar el agua para llenar el barril del patio y cuidaban de la más pequeña.

Paula, la hija mayor de Enviado Lucanor, despuntaba en una ado­lescente impulsiva. Sólo Ciria logró apaciguar aquellos ataques de có­lera que la niña contrajo en los primeros años de vida. El padre se lo achacaba a las brazas de fogón que la calentaron cuando nació siete­mesina casi muriendo allá en la casa de los San Pedro.

Sin embargo Paula quería entrañablemente a la madrastra. Las dos se habían compenetrado mucho desde los días en que aún Ciria era soltera.

Ciria aprovechando el reposo que tenía que hacer se dedicó a se­leccionar sus más lindos vestidos y se los regaló a Paula.

– Ella es la mayor y pronto será una joven, así que hay que arre­glarle esta ropa para ese momento y ustedes estarán orgullosos de te­ner una hermana tan linda – así hablaba Ciria a sus hijos, que la ro­deaban en la cama, mientras cosía.

Con estas charlas diarias los preparaba para la vida y para que no existieran rivalidades entre hermanos. Cuando la madre terminaba de coser los niños se llevaban el cesto de la costura hasta la mesita de no­che y pedían a coro, que les hiciera el cuento del viejo que está en la otra tierra. El cuento empezaba así:

“Señora voy a partir para la otra tierra,
necesito que se haga cargo de mi col
que la cuide y que no se la coma su chiva.
Pero la chiva se comió la col
y entonces la vieja desesperada decía:
Chiva dame mi col, col no es mía,
col es del viejo que está en la otra tierra.
(Entonces la chiva le dio un poco de leche)
Pero vino el gato y se tomó la leche
y ella decía: gato dame la leche,
leche que no es mía,
leche es de la chiva,
la chiva se comió mi col,
col no es mía,
col es del viejo que está en la otra tierra.”

Y así se iban agregando palabras a la acción principal y era inter­minable el cuento jerigonza. Los hijos reían y alborotaban alrededor de la madre hasta que a la habitación llegaba el padre y los llevaba a dormir. Sólo Paula se quedaba junto a la madre. La ayudaba a levan­tarse y la sentaba en el orinal alto de peltre blanco, después la acomo­daba en el lecho y se alejaba con la lámpara de aceite en la mano alum­brando su recorrido por la casa antes de irse a dormir.

5

Para un alumbramiento feliz…

Hay que poner a la parturienta sentada en la cama a soplar botella hasta que lleguen las contracciones; por sorpresa se le pone en la cabeza el sombrero del marido y he ahí que de inmediato llora el niño. Aseguran algunas co­madronas que el llanto del recién nacido se debe al susto que se lleva al ver a la madre en tal postura.

ISABEL FORTUNA

Llovía copiosamente cuando a Ciria le empezaron los dolores. Su ma­rido, con las polainas viejas ajustadas y cubierto con una gruesa capa de agua, salió a buscar al médico y a la comadrona. Al mediodía esta­ban de regreso. A Ciria le arreciaron los dolores y rodeada de sus hi­jos gemía. A cada rato la incorporaban para darle cocimiento de jazmín y ponerle un paño con alcohol en la frente.

El médico ordenó sacar los niños de la habitación. Al reconocer a Ciria observó que casi no tenía dilatación por lo que intuyó un parto difícil y de gran riesgo.

Tras batallar toda la tarde a Ciria le llegaron las contracciones y un dolor apretado a su vientre la hacía jadear. El médico sudoroso la in­citaba a pujar y la comadrona con la palangana de agua caliente entre las manos miraba de reojo al hombre para saber cuando entraba en acción, hasta que no pudo más y exclamó:

– ¿Médico, por qué no la llevamos para la mesa del comedor?

Entre los dos y con la ayuda del marido la llevaron hasta la mesa, costumbre esta de las comadronas campesinas para los partos difíci­les.

– ¡Caramba, médico, era un parto seco y ahora es de sangre!

Poco después Ciria, en un esfuerzo último, lanzó un quejido gra­ve y en la fina madera del armónico mueble nació una niña que lla­maron Isabel Fortuna. La comadrona inmediatamente se llevó a la criatura, la limpió y arropó. A la madre le dieron un baño con agua tibia y hierbas aromáticas. La perfumaron con agua de lavanda y le peinaron los cabellos, dejándola en la cama junto a la niña.

Las mujeres de la casa vivienda limpiaron el comedor, fregaron la mesa y la quitaron del centro pegándola a la pared para escurrirla. Al anochecer, dos horas después del alumbramiento, moría Ciria abra­zada a su hija Pola, la tercera de sus hijos, y rodeada por los demás. Felo, el hijo mayor, se fue a llorar a los naranjales y no estuvo en los funerales que duraron dos días.

Enviado Lucanor quedó tan mal que se había olvidado por com­pleto del nacimiento de la niña. Paula y Pola, que había cumplido re­cién los doce años, cuidaban de ella. A Paula después de la muerte de Ciria, le volvieron los arrebatos de cólera y el día que regresó del en­tierro se revolcó en el fango de un pantano, cerca de la casa, que le produjo una fuerte mazamorra en los pies que padeció toda la vida.

La casa del traspatio quedó en abandono total. Todos deambula­ban por su interior sin horario para las comidas y el sueño. Comían con el plato en la mano porque la mesa de comer quedó para siempre recostada a la pared como símbolo de infelicidad. Afuera, sólo el na­ranjal, cambió de aspecto: había florecido y tenían que recurrir al sahu­merio de eucalipto e incienso para que el padre soportara el aroma de los azahares que tanto lo perturbaban. El no notaba cuando sus hijos traían la bacinilla y la ponían cerca para apaciguar el olor.

Envuelto en el débil humo que despedían las aromáticas hierbas Enviado se le veía en el portal sentado en su taburete de cuero tarare­ando bajito, como era su costumbre, una antigua tonada, como si con ello quisiera atarse a un vínculo perdido en su historia: el recuerdo de una casa de piedra rodeada por un campo de trigo mecido por el vien­to y la hoz cortante reluciendo en su memoria más que como un ins­trumento de trabajo como una gran angustia.

La voz de su hijo Eladio, retumbó en el portal, sacando al padre de su letargo. Saltó Lucanor del taburete preguntando.

– ¿Qué pasa Eladio?

– La niña está con fiebre – respondió el hijo, adelantándose para entrar en la casa.

Al llegar Enviado Lucanor junto a la niña enseguida pensó en Ciria, en lo terrible de su muerte y sintió la certidumbre de que jamás vol­vería a tener paz. Su mano ruda tocó la frente de Isabel Fortuna y la retiró de inmediato.

– ¡Ve a buscar a Micaela de la Rosa! – le ordenó a su hijo.

Al momento entró en el cuarto la regordeta mujer, seguida por Eladio. Baño con alcohol a la niña y le puso plantillas de papel de car­tucho con hojas de tabaco engrasadas con aceite de higuereta; a la me­dia hora ya había sudado la fiebre. La mujer se apartó de la cama de los niños y se acercó al acongojado padre que tenía el aspecto de un hombre totalmente abandonado. Le crecía la barba rojiza y dura que le cubría casi el rostro y donde unos ojos ambarinos brillaban húme­dos todo el tiempo. Micaela de la Rosa se acercó más aún, con temor a que los niños la oyeran y dijo:

– Lucanor, lleve a la niña a casa de los Alcántara…ellos no pueden tener familia y seguramente se la van a cuidar bien. Además yo a us­ted lo veo mal y así no va a poder criar a los hijos.

El hombre escucho en silencio aquellas palabras sin dejar de tocar­se la tupida barba hasta que dijo sin mucha convicción:

– Quizás tenga razón porque la niña es la que más trabajo ocasio­na y no sé que hacer.

Lucanor despidió a Micaela en la puerta y volvió a la cama de los niños y se acostó junto a ellos vestido y con las botas puestas y me­ditó sobre el consejo de la mujer hasta que se quedó dormido.

Ese jueves lo sorprendieron los claros del día dándose un baño en el barril del patio. Recortó su barba cuidadosamente y peinó sus ca­bellos hacia atrás como era su costumbre. Se vistió de limpio y salió rumbo a la casa de los Alcántara. A los quince minutos estaba borde­ando la cerca de púas del patio y desde allí habló con voz fuerte para hacerse oír.

Eugenia Moreno salió al portal y saludó espantando las moscas que llegaron como tina plaga a la casa varios días antes. Era una mujer al­ta; tenía los cabellos recogidos en la nuca y una sonrisa fina alumbra­da por un diente de oro. Llevaba varios años casada con Pedro Alcántara y no habían podido tener hijos, así que desde que su vecino le explicó los motivos de su visita quedó encantada de poder ser madre aunque fuera de esa forma.

La mujer sin poder disimular su interés por la propuesta lo hizo pa­sar a la sala donde tomó asiento cerca de la ventana. Eugenia apre­tando el delantal entre sus manos dijo con voz nerviosa:

– Voy a buscar a mi marido para que hable con usted – y salió co­mo una garza de agua sacudiendo el plumaje por la puerta de la coci­na. Enviado Lucanor desde su silla incomoda observaba el lugar en espera del dueño de la casa. Se dio cuenta entonces que la pequeña sa­la estaba casi vacía, no tanto de objetos y muebles sino de algo más, tal vez de ese espíritu particular con que se llena el hogar y que se per­cibe desde el primer momento cuando uno llega por primera vez. Todo parecía puesto a última hora y sin ningún aprecio. Paseó la mirada a su alrededor y tuvo la seguridad que el que así vivía era porque pen­saba quedarse poco tiempo en el lugar. Y de pronto sintió un esca­lofrío recorrerlo de pies a cabeza y rápidamente se levantó de la silla para irse, pero la voz de Pedro Alcántara lo detuvo en seco.

Después de un rato de conversación los dos hombres se pusieron de acuerdo: uno apremiado por el interés, el otro desesperado por la necesidad. Lucanor terminé) agradeciendo aquel gesto de sus vecinos de quedarse con la niña y antes de irse sus ojos chocaron con el ros­tro de Eugenia Moreno que, parada en la puerta de la cocina, res­plandecía con su sonrisa dorada diciéndole adiós.


El día amaneció encapotado y en la casa del traspatio costó traba­jo levantar a los más pequeños. Paula y Pola asearon y vistieron a la niña, el cargador rosado con cintas fue el que escogieron para llevar­la y además la adornaron con un lazo en la cabeza.

Todos los hijos iban silenciosos por el camino rumbo a la casa de los Alcántara. El padre delante con un saco de yute en los hombros donde cargaba el alimento para Isabel Fortuna, detrás de él Eladio lle­vando en brazos a la pequeña que dormía plácidamente con el frescor que quedó después de la llovizna. Los demás en una fila y en el últi­mo puesto, un tanto rezagada, caminaba Paula con la cabeza sobre el pecho, arrastrando a la chiva de ubres grandes.

Eugenia y Pedro Alcántara al verlos llegar fueron a recibirlos a la entrada. Lucanor y su familia no estuvieron mucho tiempo allí pues la mujer tenía tal ajetreo con la niña que olvidó las más elementales muestras de cortesía y los dejó al sol en medio del patio.

De regreso Paula caminó al lado del padre. En el trayecto del ca­mino no se escuchó palabra hasta que ella rompió el silencio para de­cir:

– Creo que usted hizo muy mal. Nosotros la hubiéramos criado mejor. Ya casi nos estábamos acostumbrando a tenerla.

Enviado Lucanor con una mezcla de rabia y desencanto replicó:

– No se hable más del asunto, así lo dispuse y hay que obedecer y que sea la última vez que usted me vaya a la contraria –. Sin contestar ella se apartó, después de mirar fijamente al padre y salió corriendo para perderse en un atajo del camino.

Nunca había oído a Paula expresarse así acerca de algo que él o Ciria hubieran hecho; siempre fue geniosa, huraña, hasta de mal carácter pero ir a la contraria de sus decisiones, jamás. Por eso cuando vio a Paula correr por el trillo junto a la casa, Enviado Lucanor se dio cuen­ta que ya su hija, la primogénita de aquellos amores de juventud con Felipa San Pedro, había huido de la niñez en la ira sorda del sufri­miento y de la pérdida.


La casa del traspatio volvió a tener el equilibrio de otros tiempos. Pola y Eladio lustraron el piso de madera y cocinaban el tasajo brujo tan delicioso que devolvieron el apetito a su padre, que pasó tanto tiempo sin comer, sólo alimentándose con café amargo y panales de miel.

A las cinco de la mañana Paula ordenaba el desayuno y llamaba a toda la familia y el padre caía en medio del cuarto, machete en mano, haciendo reír a toda la prole. Después de servir las tazas de café con leche y el pan con guayaba empezaba el trajín del almuerzo. Ella se había convertido en pocas semanas en una adolescente, de una belle­za serena que escondía un carácter huraño y convulso.

Todos los días después de comida salían en una larga fila rumbo a la casa de los Alcántara. La niña estaba fuerte y robusta. Tenía una hi­lera de dientes feroces y blancos que no dejaba de enseñar, contras­tando con los ojos claros, como los del padre y Eladio; el hermano es­taba muy orgulloso porque se parecía a él mientras que el padre se en­cariñó mucho en las últimas semanas con la niña. Ya sabía decir algu­nas palabras y daba los primeros pasos, gustaba de las flores e imita­ba el canto de los gallos y el cacareo de las gallinas pezcuecipeladas cuando venían a comer al delantal de Eugenia Moreno. Lo hacía tan gracioso que era la nota de alegría de la visita diaria.

En esa visita, cuando todos rodeaban a la niña divertidos con sus travesuras, Enviado Lucanor le habló a la mujer de la casa con expre­sión firme.

– Eugenia, dentro de poco me voy a llevar a la niña, ya pasó mu­cho tiempo y los hermanos están deseosos por tenerla y yo me siento con fuerza suficiente para enfrentar la situación. Ustedes han sido muy buenos con nosotros y eso jamás lo olvidaremos pero quiero llevár­mela.

Eugenia Moreno quedó paralizada, su sonrisa de oro se detuvo en el rostro hasta que sus labios descendieron la profundidad de un ric­tus amargo convirtiéndose en una mueca. Sus manos estrujaron el de­lantal como la primera vez cuando supo de la existencia de la niña y un hilo fino de sudor corrió por sus sienes. Miró desencajada al hom­bre que tenía delante y casi sin pensar en las palabras que iba a pro­nunciar, musitó bajo:

– ¿Cómo va a hacer eso, Lucanor? La niña está aquí muy bien y so­mos como sus padres, piénselo mejor y quizás cambie de parecer.

El miró fijamente a la mujer respondiendo de inmediato:

– Ya le dije que le agradezco todo lo que han hecho por mi hija pe­ro he decidido llevármela a la casa. Usted debe comprender mis razo­nes y ayudarme una vez más. La semana entrante vengo por Isabel Fortuna pero antes hablaré con su esposo.

En el camino, de regreso, esa tarde la familia de Enviado Lucanor, saltó de alegría.

El domingo temprano se vistieron de limpio, incluyendo al padre que, ceremonioso arregló su barba y pasó el cepillo por su levita para después ponérsela, calzó sus polainas y salió al portal donde ya lo es­peraban.

La sola idea de tener de nuevo a la niña de regreso era suficiente para que en la casa no se hablara de otra cosa. Paula dejó preparado el almuerzo y todo estaba muy limpio. Pelo pintó las paredes con cal viva y con añilina, dibujó unas preciosas cenefas azules. Eladio podó el pequeño jardín y cargó, con la ayuda de sus hermanos, unas lajas pulidas desde el río construyendo un camino de piedra para que la niña pudiera caminar sin tropiezo. En la frondosa mata de mangos colgó una cómoda hamaca de hicos y limpió el lugar de asperezas e hizo con sus propias manos una pequeña pérgola poniendo en su cen­tro una jaula de dos pisos, llena de pájaros cantores para que sirvieran de entretenimiento a Isabel Fortuna.

Al llegar a la cerca de púas de la casa de los Alcántara el rostro del andaluz Enviado Lucanor palideció de espanto. Las puertas estaban abiertas de par en par y una carreta a la entrada desembarcaba la mu­danza y gente desconocida iba y venía car­gando muebles y bultos pa­ra el interior de la vivienda. Machete en mano y diciendo un tropel de palabras que iban desde los cojones hasta la puta madre que lo hizo, su voz retumbó en medio del aquelarre de la mudanza. Después de casi un com­bate entre el hombre de la mudada y Enviado Lucanor, grito Eladio des­apar­tándolos:

– ¡Papá, deje eso, se robaron a Isabel Fortuna y huyeron!

La voz de Eladio se fue apagando en los oídos del padre y el ma­chete brilloso fue a caer a lo lejos seguido por un grito estremecedor. La familia de la mudanza dijo que habían comprado la casa y la hor­taliza a don Pedro Alcántara y que estos partieron con muy pocas co­sas por la madrugada, sin dejar dicho su paradero.

6

Flor de Pascua

No es lo que estamos habituados a ver de la flor. Es una planta mexicana propagada en América, de dos a cuatro metros de alto y hojas delgadas. Las flores muy a lo contrario de lo que se cree, son pequeñas y verdes amarillo­sas, formadas por grandes bácteas lanceoladas de color amarillo bermellón, las bácteas son las que le dan el esplendor y la belleza a la planta y popu­larmente se toman por flores.

Pero ellas no lo son, ellas sujetan o sustentan las diminutas flores de Pascua. Aparecen de No­vi­embre a Enero y más floridas están en los días de Navidad, de ahí su nombre de Pascua.

SABANILLA DEL COMENDADOR

En la madrugada del domingo el matrimonio Alcántara, con la pe­queña Isabel For­tuna envuelta en un gastado pañal de tela antisépti­ca, llegaban a la estación de ferrocarril de un pueblo colindante al si­tio donde habían vivido los últimos años. De la estación sólo salía un gasear a las siete de la noche y el tren largo a las cuatro de la mañana, que recorría casi todo el país.

En la ventanilla un hombre taciturno, de bigotico fino y pelo en­gomado, revisaba el talonario. Miró de reojo a los viajeros que pidie­ron dos boletines, cabizbajos y en murmullo. Pagaron el importe y re­gresaron a sentarse en los fríos bancos.

La estación estaba pintada de gris y con letras negras resaltaba el nombre de apeadero “Dichosa”. Alrededor de la misma crecían las buganvillas moradas y fresas. Afuera el acero de la línea resplandecía ba­jo el rocío de la madrugada.

Eran las tres de la mañana cuando Pedro Alcántara sacó del bolsi­llo el reloj con grandes números romanos. Las manecillas marcaban las tres y cinco. Pedro Alcántara suspiró suavemente.

– Ya queda menos – exclamó sin mirar a su mujer que dormitaba abrazada a la niña mientras que ésta, despierta, jugaba con los cordo­nes de sus zapatos. A esa hora eran ellos los únicos pasajeros en aquel lugar. Algunos trasnochadores, con las manos en los bolsillos y el som­brero de campo puesto hasta las narices, permanecían allí como sim­ples espectadores de la llegada del tren, otros dormitaban tirados en los bancos y entre ellos el que esperaba la correspondencia.

Al sentir el ruido del tren en la lejanía, el hombre que vendía los boletines se alzó en la silla a través de las barras de acero inglés del ven­tanillo y anunció la proximidad del tren no sin antes sonar el silbato que llevaba colgado a su cuello.

El coloso se dejó ver en el horizonte. Primero asomó la locomoto­ra y más tarde los vagones; uno tras otro oscilantes, enganchados detrás de la máquina. Arriba en el interior de la locomotora el maquinista, con espejuelos caloñares y guantes de cuero, saludaba al hombre de la estación con un movimiento cortés y rutinario.

El conductor bajó la correspondencia y dos cajas de madera bien cerradas. Durante ese ajetreo la familia Alcántara subió al tren, diri­giéndose por los estrechos pasillos buscando el vagón trece, donde finalmente encontraron sus asientos marcados con los números siete y ocho.

A los pocos minutos se oyeron dos nostálgicos adioses, roncos y humeantes; y el tren echó a andar. Algunos de la estación dijeron adiós, moviendo las manos de un lado otro y se fueron quedando atrás en la distancia absoluta como puntos diminutos a lo lejos.

A las doce del día la voz metálica del conductor se hacía oír por los pasillos de los vagones.

– ¡Próxima parada, Cordés! Media hora para almorzar.

La mujer y el hombre se miraron como preguntándose lo mismo. El tomó la iniciativa levantándose del asiento dificultosamente.

– Vamos a almorzar algo, que estamos muy lejos ya del Llamagual.

Eugenia Moreno, con la niña cargada, siguió al marido por el es­trecho pasillo. En la escalinata se detuvo y el hombre cogió en sus bra­zos a Isabel Fortuna que miraba sorprendida.

Se sentaron en un cafetín cercano a la estación, tenía el lugar pocas mesas, redondas y de mármol, las sillas livianas de junquillo y el fon­do de rejilla. A esa hora no era tanta la clientela pues en el estableci­miento no se servía comida sino café con leche, chocolate y comesti­bles ligeros. La mujer se sentó y estiró las piernas que fueron a cho­car con la mesa de al lado. Pedro Alcántara bajó la niña y la dejó libre para que caminara a su alrededor.

El camarero no se dejó esperar. Solícito y luciendo un gran delan­tal que le llegaba hasta los tobillos, apuntó en su talonario el pedido de los recién llegados: dos tazas de chocolate y dos panes con aporre­ado de res. Para la niña no pidieron nada porque le habían dado el ali­mento en el trayecto del viaje, así que cuando llegó el pedido a la me­sa el hombre y la mujer comieron apetitosamente y se olvidaron de la pequeña.

La niña fue acercándose a la celosía de la entrada y en pocos mi­nutos estaba prácticamente en la acera adoquinada del poblado.

Cuando el matrimonio se dio cuenta que ella faltaba del lugar ya estaba a una cuadra de distancia. La mujer fue la que llegó primero. La pequeña, sentada en el suelo, la oyó gritar. Al momento llegó, som­brero en mano, Pedro Alcántara, quien la levantó de un plumazo co­mo para asegurarse que la tenía a salvo.

Silenciosos volvieron para el cafetín y pagaron la cuenta. Al rato ya en sus asientos del vagón trece, aún no se habían restablecido del sus­to. La intuición o el instinto de la pequeña Isabel Fortuna para huir fue el último vínculo, la última reminiscencia con su pasado.

Dos horas más tarde el conductor, con la misma voz y tono, anun­ciaba la próxima parada. – ¡Llegamos a Sabanilla del Comendador!

– ¡Aquí nos bajamos! – exclamó Pedro Alcántara incorporándose.

El tren aún seguía moviéndose y Eugenia con la niña en brazos tu­vo que sujetarse fuertemente al asiento para no caer.

Primero el hombre bajó las cajas de cartón bien amarradas y des­pués ayudó a bajar a la mujer. De inmediato se escuchó vociferar el tren y una estación idéntica a las otras apareció delante de ellos, lo que les pareció distinto fue la frondosa mata de Pascua que adornaba el jardín de la cerca colindante al ferrocarril y que florecía prematura­mente en el mes de agosto. Eugenia Moreno observó con atención la planta y depositando a la niña en el suelo para descansar un poco los brazos dijo distraída:

– ¡El mundo está al revés!

Entre tanto su marido se acercó a la ventanilla para preguntar. El hombre que vendía los boletines lo miró con tales ojos glamorosos que Pedro Alcántara dudó si hacerle la pregunta o seguir su camino, pero la voz fuerte del hombre lo sacó de su estupor.

– ¿Qué se le ofrece? – dijo el empleado.

– ¿Sabe por aquí donde viven los Alcántara? – El hombre sin le­vantar los ojos de su trabajo contestó.

– Cuando salga de aquí, camine un kilómetro recto y se va a en­contrar con un arroyo y después tuerza a la derecha, camine un tramo recto y se va a encontrar con otro y después tuerza a la derecha, ca­mine hasta donde está un jagüey y desde allí verá la casa de zinc rojo rodeada de almendros, ahí vive Don Patrocinio Alcántara.

7

Loriló

Pájaro pequeño vestido de azul con ojos amarillos. Vuela a gran altura y pierde su vistoso plumaje cuando está en contacto con el macho. Pone hue­vos una vez al año en el medio del mar, a cien pies de altura, pero el huevo sale clueco…

Por eso se dice, eres como un Loriló.

SIN EL ESPEJO MAGICO

La perdida de Isabel Fortuna, dejó a la familia sumida en un dolor tan disparatado como en los días de la muerte de Ciria.

La casa armoniosa pintada de cal viva y cenefa azul, estaba sucia y desordenada; todo había quedado en un gran caos. La ropa sin lavar se amontonaba en un rincón y se vivía de pan con azúcar y agua con limón. Para colmo los zapatos de todos los de la casa habían perdido el compañero y sólo quedaban los del pie izquierdo y hubo que habi­litar una gran cesta, en medio de la sala y guardarlos allí para evitar con esto que se siguieran extraviando y a cada hermano se le colgó una especie de morral en la espalda donde llevaban sus pertenencias para evitar con esto la pérdida, sobretodo de la ropa interior; tampo­co el padre se salvó de esta iniciativa ya que a él también le fue pren­dido en su gruesa faja un hatillo con los dos únicos calzones y los pañuelos que poseía para que pudieran sobrevivir en el desastre. Esta fue una idea de Paula. En medio de su letargo tuvo ese incipiente ras­go de organización doméstica. En realidad los más afectados con la desaparición de la niña fueron el padre y Paula. El se había abando­nado de sí mismo al extremo de no bañarse más ni afeitarse y la bar­ba rojiza y encrespada le crecía exageradamente. El garboso alférez de otros tiempos, era sólo una sombra apagada que pedía el café carre­tero en la mañana y se iba sin decir palabras a jugar barajas al chalet de los Montes de Oca o a las galleras donde permanecía todo el día.

Valentín Borges ya muy enfermo, le hacía llegar por tras mano al­go para que sobrevivieran. Paula, de pie ante el fogón de leña, coci­naba de mala gana para los más pequeños. Tuvo nuevamente aquellos arranques de cólera y se ripiaba la ropa encima y al día siguiente tenía que coserla para poder salir vestida a los trajines de la cocina.

En los meses siguientes no se supo nada del paradero de Isabel Fortuna. Comenzó a ser una leyenda entre sus hermanos. Todo quedó envuelto en un silencio rotundo y el misterio de la desaparición se fue apaciguando. Al principio no faltaron los comentarios de los que vivían cerca de los Borges, hasta alguien dijo que Enviado Lucanor la había entregado con papeles de nacimiento y en acuerdo absoluto con los Alcántara. Otros lo negaron y dijeron que la estuvo regalando desde el mismo día en que Ciria murió y que fue en un amanecer de densa neblina cuando la entregó a un jovencito que la vino a buscar para unos parientes que no podían tener hijos y que se la llevó en un coche grande de mimbre. En fin, que comentarios no faltaron e historias al­rededor de la niña, pero como vinieron se fueron borrando y sólo la familia no pudo olvidar. Tres generaciones recordarían a Isabel Fortuna y la buscarían hasta encontrarla.

Enviado Lucanor regresó a la hora del almuerzo con el gallo deba­jo del brazo, silencioso, arrastrando sus pies dentro de las alpargatas que Paula cambió a Benigno, el vendedor por doce huevos de quícara. No quiso hablar con nadie ni se detuvo en la cocina y fue al cuar­to y se acostó en tanto el gallo de plumaje multicolor y ojos amarillos, soltó un desgarrador qui-qui-rí-qui, batiendo fuertemente sus alas y fue a posarse a lo alto del ventanal, donde estuvo toda la tarde.

Eladio sostuvo una extensa conversación con su padre al final de la cual Enviado Lucanor se metió en el barril del patio para darse un baño largo y reconfortante. Cuando salió del barril sus hijos lo esta­ban rodeando y lo ayudaron a secar y a vestir.

Por la noche Eladio se fue a jugar lotería a casa de los Borges, el padre se man­tuvo todo el tiempo acostado en su cuarto y Paula per­maneció en la sala, sentada, con los pies en alto aquejados por su vie­ja dolencia de mazamorra y aprovechando que los más pequeños ya dormían.

Aquella noche, bajo la luz mortecina y azulosa del aparato de car­buro que descansaba en el esquinero de la sala, apareció en la puerta Olalla Barquero, pequeña, diminuta, con moño en la nuca, saya de co­lador y blusa de volantes y encajes. A la recién llegada, viuda y madre de dos hijos que no vivían con ella, Enviado Lucanor la conoció en las galleras.

Paula se incorporó en la silla para ver quien había llegado a la casa y la mujer se adelantó para decir:

– Soy Olalla Barquero, y tu padre me dio permiso para vivir aquí con ustedes y desde hoy seré la dueña de la casa – y con la misma la mujer diminuta y extrovertida que casi rozaba la insolencia se sentó frente a Paula que mientras la oía hablar se había hecho un fruncido en el vestido hasta arrancárselo de encima, azotada por la ira sorda que ya no la abandonaría jamás.

– Usted será dueña de casa y del padre pero de mí y de mis her­manos nunca.

Y dijo un nunca tan sonoro y tan alto que los demás llegaron a la sala, hasta Eladio, que estaba en la casa vivienda vino a ver que pasa­ba pues, seguido al nunca de Paula los perros del tío Valentín, Boduque y Negrito, ladraron hasta despertar a todos y salieron los partidarios con sus rifles creyendo que se habían infiltrado en la finca los bando­leros del campo del muerto acampados allí hacía meses atrás sin que na­die los pudiera capturar.

Cuando Olalla se vio rodeada de tanta gente no se inmutó y volvió a presentarse como si tal cosa. Enviado Lucanor, carraspeó varias ve­ces y al fin le salió la voz entrecortada:

– ¡Vayan para sus lugares… aquí no ha pasado nada! Y usted, Olalla, no debió venir por esos matorrales sin hombre que la defendiera.

Salieron de la sala y Paula, que fue la última, volvió a mirar con odio a la mujer que se había quitado los zapatos abotinados para des­cansar los pies, lanzándole la maldición:

– ¡Ojalá seas como el Loriló!

La mujer soltó una risotada sin comprender y Lucanor la llevó has­ta la habi­ta­ción y estuvieron atareados en los quehaceres del sexo has­ta que cantaron los gallos.

Era una mujer muy fogosa, murmuraban todos los galleros y a los oídos del andaluz llegaron tales comentarios y esa noche inicial tuvo prueba de ello. Cuando es­tu­vo sola con él tomo todas las iniciativas, le despojó de sus ropas y se desvistió ella lentamente, después se lanzó en sus brazos con tal fuerza que el hombre tuvo que esforzarse para salir airoso del lance dejando definida, de paso, su fortaleza varonil.

Le gustó pasearse desnuda frente a él e hizo excentricidades como vaciar un vaso de aguardiente en su pubis para que él se lo deleitara pasándole la lengua, mientras ella, con la mano que le quedaba libre, se abanicaba con un pedazo de cartón, pues el sexo le ardía como una llamarada por la fuerza del alcohol, hasta que la caricia era tan com­pleta con la mezcla de sudor y saliva del hombre que el ardor pasaba a los pocos instantes y entonces ella se volvía un prodigio de compla­cencia y entrega. Después de esas caricias y actos adicionales, venían los zarándeos y las palabrotas que el andaluz acallaba con su mano so­bre la boca de la mujer en un último destello de juicio para no des­pertar a los hijos que el creía dormidos.

Los huérfanos, en la otra habitación, se habían parapetado tras la pared contigua y estaban oyendo todos los ruidos del combate entre el padre y la madrastra.

Paula fue la que inició la reyerta con una mezcla de ira y de excita­ción inocente. Empezó a tirar las almohadas y las cobijas de las camas, junto a sus hermanos, dando saltos sobre los bastidores y gritando:

– ¡Loriló, Loriló, pájaro pelón, Loriló, Loriló, pájaro pelón!

La gritería fue increscendo hasta el punto que volvieron a asustar­se los perros de! río Valentín y los partidarios, rifles en mano empe­zaron a peinar la zona. A los ladridos y algazara de las gallinas salie­ron las mujeres de la casa vivienda con Eladio al frente, armado con la tranca de la puerta y fueron directo a tocarle a Enviado Lucanor que, todavía sudoroso, se asomó con cuidado para que no lo vieran en aquel desorden y mucho menos que vieran a Olalla que momen­tos antes se había subido en el escaparate para iniciar otro acto de ma­gia y a quien le había sorprendido la algarabía encaramada allí, en tan comprometedora posición. Y el andaluz sobre lo bajo dijo:

– ¿Qué pasa ahora?

Las mujeres le aclararon que los bandoleros estaban llegando y to­dos salieron a encontrarlos.

– ¡Vayan, vayan …. ahora mismo voy a salir y no quedará bando­lero con huevos por aquí! Van a rodar los cojones como las naranjas en el saco! – y dicho esto dio un portazo y fue a ayudar a bajar a Olalla del escaparate para luego meterse con ella en la cama hasta el último canto del gallo.

Al otro día nadie habló de bandoleros ni de nada porque la llega­da de Olalla a la casa fue suficiente para mantener otros comentarios. Sobre ella cayó toda la atención y tuvo que irse apaciguando con la­vados de cundeamor antes de ir a la cama para disminuir sus fuegos interiores y exteriores poniéndose, además, un tapaboca de tela que amordazara aquel tropel de indecencias púdicas que enloquecían a Enviado Lucanor que la poseía una y otra vez como premio.


Olalla Barquero era madre de dos hijos que no vivían con ella y él la había conocido en las galleras donde en otros tiempos, con su ma­rido, recogía el dinero de las apuestas y a la muerte del mismo siguió haciendo en este trabajo hasta ser vendido el establecimiento a un nue­vo gallero, quedando ella cesante. Eue entonces que se le acercó al aba­tido andaluz, recién enviudado y se le ofreció como esposa y persona capaz de ayudarle a criar a sus hijos. Tendría treinta y ocho años, fir­me de carácter, con ojos penetrantes, quizás demasiado grandes para su rostro, que le daban el aspecto de ave nocturna y rapaz.

Los hijos de Olalla no vinieron nunca a vivir a la casa del traspatio sino en visitas muy esporádicas. El varón estaba de aprendiz en una imprenta y no quería separarse nunca del trabajo. La hembra era em­prendedora y ya en sus jóvenes años había puesto un pequeño nego­cio de muñecas de trapo en el portal de la casa de la ciudad.

Pero ahora en los naranjales Olalla Barquero se hacía cargo de lo domestico y de los huérfanos. Cada día levantaba a trabajar a Paula, Eladio, y Pola, menos a Felo Lucanor, el hijo mayor, quien abandonó el hogar el día que ella llegó.

La casa del traspatio no volvió a tener alegría pero si se recuperó un poco de la penuria. Había comida caliente, ropa limpia y los za­paros volvieron a encontrarse, el derecho con el izquierdo, y cada cual tuvo su par y ya no tuvieron que colgarse más el morral con sus per­tenencias. Se barría una vez al día, se cargaba la leña por la mañana para cocinar y Eladio cargaba el agua para el barril del patio ayudado por la yunta de bueyes del tío Valentín.

Los finos vestidos de Ciria Borges les fueron repartidos a Paula y Pola pues Olalla era tan diminuta que no se atrevió ni a probárselos para que sus hijastras no se burlaran de ella.

El día que Paula se puso el vestido rojo, de listas blancas, con ador­nos y cintas, se celebraba un baile en las cercanías de la finca. Se casa­ba la hija de un partidario y Paula quería ir a la fiesta. Se vistió tem­prano y esperó sentada en el portal a que llegara el padre para pedir su consentimiento. Al llegar Enviado Lucanor con el gallo debajo del brazo, Olalla lo estaba esperando en la cerca del patio y lo llenó de em­bustes contra ella. Después que dejó el gallo entró en el portal y de un empellón tiró a Paula contra el sillón rústico de la entrada prohibién­dole salir y además ordenando que tostara y moliera todo el caté de la semana.

La muchacha se levantó temblando de ira, fue hasta las cerca de púas que rodeaba la casa y en la misma deshizo el hermoso vestido. Sangrando y con el vestido hecho trizas entró en la cocina cogiendo el fardo de café para tostarlo toda la noche. Luego, en la madrugada, sudorosa y extenuada, salió a la luz de la luna y se metió en el barril del patio y se bañó. Al salir ya llevaba fiebre de cuarenta grados y mu­cho dolor de cabeza.

La ayudó a salir del barril un hombre que apareció en la oscuridad, la cubrió con una manta que traía encima y la llevó hasta la puerta de la cocina.

– No le digas a nadie que me has visto. Me llamo Olegario Torres y estoy huyendo. Cuídate que tienes mucha fiebre – le besó la frente y se fue.

Ella casi no entendió lo que estaba pasando pues a penas se podía mantener en pie. Con gran esfuerzo se encaminó al cuarto y llegó a la cama y envuelta en la manta del hombre se quedó dormida.

A la mañana siguiente Paula había sufrido una parálisis facial y sus ojos inmensos, tan parecidos a los de su madre Felipa San Pedro, se habían extraviado para toda su vida.

8

Caja de agua

La caja de agua sobresalía entre todos los muebles del comedor por su impe­cable pulcritud y su madera fina, bien trabajada, de un barniz brilloso so­bre el color caoba. Era una especie de armario estrecho de aproximadamente cinco pies de altura de persianas delgadas, de arriba a abajo, por donde se supone entre la ventilación. Allí, dentro del mueble, reposa en su parte su­perior una piedra o filtro y debajo una tinaja donde se recoge el aguaya pu­rificada que se utiliza en la casa para tomar.

POLA

Desde su nacimiento Ciria la llamó Pola pero el padre la inscribió en el juzgado municipal con el nombre de Apolonia.

Fue la hija predilecta de Ciria hasta el punto que cuando estaba ya en los estertores de la muerte se aferró al cuerpo de la niña y hubo que zafarla con la ayuda de Lucanor y sus otros hermanos. Días después Pola hablaba con la madre muerta y la veía en todos los rincones de la casa, unas veces en el comedor, otras en el patio o sentada a los pies de la cama.

Tal fiie el delirio de Pola con la madre muerta que Enviado Lucanor decidió consultar al médico quien tras escucharlo le aseguró que para eso él no tenía medicina y que además su ciencia no alcanzaba a com­prender semejante mal.

– Vaya ahora mismo a la calle San Arcadio número 6 y diga que va de parte mía – enfatizó el galeno. Enviado Lucanor lo miró alejarse sin decir una palabra y sintió tanto dolor y soledad que rompió en so­llozos como el día que lo azotaron en el maizal de Don Euperio Lacrea. Secó su rostro con el pañuelo que llevaba en el bolsillo y salió.

Al rato de andar y desandar callejuelas adoquinadas de altas aceras se encontró con una puerta gigantesca con el número 6. Tocó con la mano de hierro macizo, y la puerca se abrió. Una figura de mujer ce­rrada de negro se dibujó en el marco.

– Buenas tardes, señora. Vengo de parte del doctor Framill… – La mujer se apartó un tanto y con voz casi imperceptible le señaló el si­tio.

Era una casa colonial con vitrales de color azul y amarillo que res­plandecían sob­re sus moradores dándole un aspecto fantasmagórico e irreal a todo su ambiente. Un patio central con flores multicolores y plantas medicinales donde una pareja de pavos reales abanicaban sus hermosas colas haciendo derroche de su exagerado canto.

La sigilosa mujer que abrió la puerta azoró a los pavos y se detuvo frente a una reja que daba a un amplio corredor. Un olor de hierba recién cortada y de esencias baratas se adueñaron del lugar. La voz de la mujer volvió a oírse.

– Siéntese debajo de aquél paraíso – y señaló un árbol fino, verde­cido, donde un pequeño banco de mármol invitaba al descanso.

– Cuando usted vea abrirse esa puerta – insistió la mujer – entre y pregunte por Bitila San Ambrosio y no se le olvide decir que viene de parte del doctor Framill. – Enviado Lucanor movió la cabeza afirma­tivamente, se sentó debajo del árbol sin apartar la mirada del lugar que le señalara la mujer.

Poco después se abrió la reja y dos mujeres, una mulata y una ne­gra, salieron con una palangana de flores a botar el agua cerca del pa­raíso. La voz del hombre se dejó oír en el silencio del patio dirigién­dose a ellas:

– Vengo de parte del doctor Framill a ver a la patrona de ustedes.

Las mujeres se miraron y sonrieron mientras terminaron de botar el agua de la palangana. La negra, mirando con malicia al hombre di­jo:

– Ella no es nuestra patrona, es nuestra madrina – y señalando ¿t su compañera agregó – y está es su ayudanta.

– Bueno, quien quiera que sea dígale que Enviado Lucanor vino a verla de parte del doctor Framill.

Las dos mujeres, entraron por el corredor por el que poco después apareció Bitila San Ambrosio, una negra vieja, con una enorme jiba en la espalda, y fumando un tabaco.

Bitila había sido esclava de la familia San Ambrosio durante mu­cho tiempo hasta la abolición de la esclavitud y como por entonces ya se conocían sus poderes su antiguo amo la dejó en la casa como un fa­miliar más. Su estancia en aquella casona fue larga, sobreviviendo a todos, excepto a Renata, la hija menor de don Mediano San Ambrosio.

Allí, delante de ella, estaba el andaluz que avanzó a su encuentro sin imaginar que en otra época otro padre como él ahora, rogó a la negra un remedio para salvar a su hija.

En aquel entonces don Mediano San Ambrosio se había parado de­lante de ella para pedirle por su hija Renata, que cayó en cama el día de su boda tras la trágica muerte de su novio en el momento de la ce­remonia, muerto por un balazo que le atravesó la espalda y Bitila con su sabiduría, sus rezos y sus aguas la hizo sentarse en el lecho y resis­tir.

A los nueve días de haber muerto el novio de Renata, Bitila San Ambrosio hizo un apañé que en el lenguaje de sus poderes era como traer de nuevo. Este hechizó duró veinticuatro horas. La casa se cerró y no se dejó salir a nadie de sus cuartos. Solo las dos mujeres camina­ban descalzas por el interior de la misma. Se sacrificó un venado y se cocinó con esmero la carne. La sangre se separó en una olla y se puso a hervir y en ese hervor se echó un muñeco de cera y se dejó en el fogón de piedra hasta que las brasas se fueron apagando y las cenizas blancas del carbón crecieron pareciendo una quimera indestructible.

Renata estaba completamente desnuda y a ratos caía en el estupor de los rezos y los escalofríos. Después de la comida las dos se arrodi­llaron cerca del fogón; la olla, con la sangre del venado, había secado su contenido y el olor a cera se quedó impregnado mucho tiempo en el lugar. La primera en incorporarse con ayuda de su bastón fue Bitila y empezó a entonar un canto alegre y acompasado en lengua hicumí. Dio varias vueltas alrededor de la muchacha y dijo:

– Llena el cuarto de flores y esencias para que soportes el olor de las profun­didades, pues el hombre ya está sentado en tu cama.

Renata se incorporó lentamente y Bitila le puso sobre los hombros una larga manta de flecos y la encaminó hasta su cuarto. Antes de lle­gar Renata recogió del jarrón el inmenso ramo de lirios y un pomo de agua de lavanda que se encontraba en el esquinero del pasillo. La muchacha vaciló y casi sale corriendo antes de que se abriera la puer­ta pero la presencia de Bitila al fondo del corredor, haciéndole señas de que entrara, la detuvo. Empujó la puerta suavemente y penetró.

Renata sintió un frío recorrerla. Una luz suave viajaba el cuarto. El olor de los cirios llenaba el lugar. Finalmente unas manos frías la atra­jeron hacia el lecho mientras afuera una estrella cruzó el cielo, en ese mismo instante haciendo persignar a todos los habitantes de la villa.

Los conjuros de Bitila San Ambrosio habían logrado que el novio visitara dos noches a la semana a Renata. El oficial español, con su uniforme impecable y con la mancha de sangre sobre el portillo por donde entró la bala, deambulaba por la casa sin comer ni beber y só­lo era visto por Renata y Bitila.

En esos dos días no se salió ni se entró en la casona. Para Renata era suficiente esas dos noches de amor para hacerla vivir. Al final de cada encuentro se levantaba hambrienta y comía sin reparo, luego se bañaba en una tina de azucenas, botón de oro y espanta-muerto que le preparaba Bitila cuidadosamente para alejar con ello el olor y la atrac­ción de la muerte de un cuerpo vivo. Tras el baño volvía a vestirse de negro y subía a la azotea de losas y claraboya y se sentaba a cantar y a tocar el laúd para despedir de esa forma al amante.


Y ahora cuando Enviado Lucanor tuvo delante a Bitila San Ambrosio, sin saber porqué, la miró suplicante, aferrado a la fe que había visto practicar en ese país y que ya casi era suya, más por la de­sesperación que por la convicción.

Después de hablar largo rato con ella quedaron en verse el viernes para que la llevara a su casa a ver a la niña.

Durante siete días Enviado Lucanor cargó con la vieja en un ca­rretón tirado por dos muías. A lo largo del viaje varias veces pararon y la vieja sacaba de un bulto que llevaba consigo el oxidado orinal. Se ponía la vasija entre sus ropas y se agachaba en medio del camino, al rato lo sacaba y se lo extendía a Enviado Lucanor que, sin mirarla, alargaba la mano tomando por el asa el orinal para después lanzar al aire el líquido rojizo con tonos verde-azules que expulsaba Bitila San Ambrosio. Después suspiraban ambos y proseguían la marcha.

Ya en la casa del traspatio la vieja se encerraba con Pola entre rezos y santiguaciones. El último día bañó a la niña con agua de manantial, azahares y rosas blancas. Mandó enterrar lo que quedó del baño y la ropa que traía puesta Pola, en el tupido monte de los alrededores. Al despedirse, ya montada en el carretón, le hizo la señal de la cruz di­ciéndole:

– ¡Descanse en paz Ciria Borges… que su espíritu vuelva al reino de los muertos y se aleje para siempre de este mundo que ya no le per­tenece! La niña crecerá fuerte y vivirá cien años. Ahora ya puedo re­gresar. No quiero que la Luna me coja fuera de la casa.

El carretón se alejo por el polvoriento trillo bajo las primeras som­bras del anochecer. Detrás quedó Pola diciendo adiós hasta que la ca­rreta se hizo una nube de polvo entre los naranjales.


Por ese tiempo visitaba la casa Lili Borges, prima de Ciria, quien después de la muerte de esta venía una vez por semana a visitar a los huérfanos. Vestía con elegancia y se hacía acompañar de una perrita pequinesa, con lazo, que alegraba con su llegada a los niños. Lili era maestra de una escuela rural y se había educado en Tampa, tocaba muy bien el piano y cantaba como un ruiseñor. Nunca se casó porque en sus años juveniles se enamoró de un inglés en unas vacaciones que fue a pasar a Cayo Hueso; a su regreso los padres se enteraron y no le per­mitieron verlo más. Ella juró que nunca se fijaría en hombre alguno y que le guardaría fidelidad eterna. Se supo que el inglés casó con una negra americana y que se fueron en un zafarí al Africa Meridional don­de encontraron la muerte a manos de una tribu de caníbales.

En cierta ocasión que Lili llegó a la casa del traspatio, Pola estaba subida en un cajón cocinando harina de maíz. La mujer parada fren­te al fogón se quitó la pamela de lazo malva y ayudó a bajar a la niña. Suavemente la llevó hasta la sala y abrazándola murmuró:

– Si tu madre viviera no estarías ahí subida… ¿Te gustaría irte con­migo a pasar una temporada en mi casa?

– Me gustaría mucho pero hay que pedir permiso a papá.

La mujer sonrió y entró al cuarto para saludar a los demás niños.

Esa misma noche Enviado Lucanor daba el consentimiento para que Pola se fuera un tiempo con la prima Lili. Antes de marcharse Pola, Olalla, la mujer que Enviado Lucanor trajo de las galleras miró desafiante a Lili diciéndole:

– Pola debe aprender todas las cosas de la casa, lavar, planchar, co­cinar, sobre todo cocinar que no le gusta hacerlo.

Lili, sin mirar a la pequeña mujer que tenía delante, cogió a Pola de la mano y despidiéndose de los otros niños fue hasta el coche. Desde allí y reclinada en el asiento trasero se volvieron a despedir y el carruaje se alejó bajo una inmensa polvareda.

Acomodó con ternura infinita a la huérfana. Le compró vestidos y peinó sus cabellos rizados con esmero. La llevó todos los días a la es­cuela y le enseñó a bordar y a tejer con dos agujas. Después de comi­da Lili tocaba el piano y Pola cantaba canciones anónimas de memo­ria.

A menudo venían a visitar a la niña el padre con algunos de los her­manos. Pola había estirado en los últimos meses y ya sabía escribir muy bien con letra grande y clara y leía de corrido. Enviado Lucanor la miraba extasiado porque más que nunca se le parecía a su amada Ciria. En esas visitas Lili repartía en una bandeja bocaditos de queso y refresco de guanábana, además de unas enormes bolas de plátano pintón que acompañaban al bocadito; ella aseguraba que para com­batir la tristeza no había mejor remedio que tener el cuerpo limpio y el estómago lleno.

Todo lo que allí se consumía era cultivado y trabajado en su finca. Ella misma acompañada por una sirvienta y dos campesinos hacían es­tos trabajos en la cercanía de la casa. Por eso muy orgullosa y sonriente hablaba a Lucanor de las bondades de sus cultivos.

Al cumplir Pola los trece años se celebró un banquete con todos sus hermanos. Llegaron temprano en el carretón de los Borges, tira­dos por dos muías corcobeonas. Olíala Barquero llevaba las riendas y detrás iba su marido, cabizbajo, al cuidado de los hijos.

El banquete empezó a las dos de la tarde. Se sirvió en el patio en una larga mesa de cedro que sólo se usaba para esos menesteres. En el centro se le puso el cerdo asado en púa, con ramás de guayabo, fri­joles negros, arroz y una fuente de boniato en almíbar y como ensa­lada tomates rellenos con pollo y apio. Al finalizar la comida se sirvió una bandeja de buñuelos de catibía bañada con miel de panal. Después del café se quedaron conversando los mayores debajo de la enredade­ra de hipomea cuya fragancia hizo de inmediato estornudar al anda­luz. Luego Lili los llevó a la sala y les tocó el piano pidiéndole más tar­de a Pola que cantara para que la oyeran sus hermanos. Aplaudieron a Pola quien además de cantar recitó versos de memoria los que en­sayaba con gran interés para el fin de curso.

Olalla Barquero tragó en seco cuando escuchó la voz melodiosa de la niña y de inmediato persuadió a su marido para regresar. A pesar de la súplica de los niños Enviado Lucanor besó en la frente a Pola y subió al Carretón seguido por su prole.

En el mes de mayo, cuatro meses después de la fiesta de su hija Enviado Lucanor enfermó de cuidado, con avispero en la espalda que lo consumía sin dejarlo mover de la cama, Olalla, sin decir nada a su marido mandó a buscar a Pola con uno de sus hermanos.

La fiesta de fin de curso y los versos anónimos quedaron por siem­pre en los recuerdos de Pola y para ser dichos en otro momento has­ta para dormir a sus hijos en su adultez, pues la llegada de su herma­no con la noticia de la enfermedad del padre le hizo salir abruptamente del mundo de Lili Borges. La escuela, la ternura y las canciones de sobremesa se quedaron suspendidas en los últimos destellos de la arbo­leda cuando ella, desde el carretón, decía adiós.

Al anochecer estaban de regreso en la casa del traspatio.

Pola entró con el sobresalto de saber a su padre enfermo. Al llegar junto a él se quedó inmóvil. El padre dormía bajo un mosquitero fi­jo que bajaba desde unas gruesas amarras, desde el techo hasta la ca­ma. Pola miró detenidamente todo a su alrededor. Le pareció que las cosas permanecían igual a como las dejó antes de partir, sólo le llamó la atención un cuadro colgado cerca de la ventana. Era una lámina ba­rata con una virgen extraña de expresión maléfica, con un pie de gra­bado que decía: “Yo Soy Santa Piedad, acompaño a los muertos a su lu­gar y regreso a la casa de los vivos…’”

Pola miró de nuevo la imagen y pensó de inmediato en Olalla Barquero. Tenía que ser cosa de ella y sin perder más tiempo fue jun­to a la cama; lentamente descorrió la tela fina del mosquitero, allí, ti­rado bocabajo, estaba su padre.

El avispero que tenía en la espalda había crecido mucho y algunas de sus bocas empezaban ya a reventarse; un líquido purulento y vis­coso le corría por las vértebras. Estaba empapado en un sudor tibio y un musgo verde brotaba de todos sus poros. Pola retrocedió espanta­da bajando la magra tela del mosquitero. Una sombra pasó cerca de ella y un perfume de naranjos inundó la habitación a la vez que una corriente de aire frío y violento sacudió la ventana. Los postigos ce­dieron al empuje del viento, el mosquitero enarboló sus telas y el cua­dro de la virgen de la piedad se estrelló contra el piso.

– ¡Misericordia divina, aplaca señor tu ira, tu justicia y tu rigor! – gritó Olalla Barquero entrando al cuarto donde Pola sin mirarla con­testó:

– ¡Mi padre se está muriendo! –. La mujer salió rápidamente del lugar dando gritos y voces.

Al mediodía Pola aún estaba al lado de su padre. Durante horas vio ir y venir sombras alrededor del lecho; la mujer estaba parada en la puerta muy parecida a su hermana Paula con los cabellos mojados que le humedecían todo el cuerpo; en lo alto del mosquitero se podía ver una luz mortecina y un perro montero estaba echado a los pies de la cama.

Un gemido acompañado de una tos fuerte sacó a Pola de su estu­por, levantando el mosquitero bruscamente.

– Papá, ¿qué tienes?

– Hija, dame un vaso de agua y enciende una vela enseguida a Felipa San Pedro, la madre de tu hermana Paula… murió oscura… Cuando Pola bajo el mosquitero y se viró ya la puerta estaba libre y el cuarto lucia como antes.


La muchacha trajo el agua a su padre que ayudado por ella la to­mo presuros­amente para después caer en el mismo letargo, lleno de musgo y hedor bajo la sábana. Pola encendió dos velas en los esqui­neros de la habitación y salió de la casa.

La noche le sorprendió tirada allí, en medio del naranjal, sollozan­do lastimosamente y repitiendo sin cesar Felipa San Pedro no te lleves a mi padre. La voz de su hermana Paula se oyó cerca.

– Pola, vamos para la casa. Papá te está llamando.

Las dos hermanas entraron silenciosas al cuarto. El olor del naran­jal se estaba disipando con el sahumerio que humeante exhalaba el sua­ve aroma del eucaliptos dentro de la bacinilla de cobre en el rincón detrás de la puerta. Y Pola tosió con un sonido ronco producido por el humo que reinaba en el lugar para después respirar profundo y acer­carse a la cama donde su padre, aún bocabajo, dormitaba balbucean­do palabras inconclusas.

– Papá ¿Me mandó a llamar?

– Pola, acércate, quiero hacerte un encargo, dijo el andaluz sin mo­verse:

– No le temo a la muerte, por lo tanto si muero me tiras en el Campo del Muerto, donde está enterrado tu abuelo…pero si no muero no te separes de mí, pues he visto a un viejo con bastón, maloliente y apa­leado pidiendo para comer y me han dicho al oído que ese era yo en la vejez y por eso vino a buscarme Felipa San Pedro para que en vida no tuviera que pasar por tal suerte.

– Papá, no hable más…está ardiendo, le ha subido mucho la fiebre, nada le pasará… nunca lo abandonaré.

Eladio entró en el cuarto y anunció: “voy a cortar las amarras del mosquitero” y dicho esto apartó suavemente a Pola de la cabecera y con el machetín que apretaba en su mano dió un fajazo a las sogas de algodón y el mosquitero familiar fue a caer, como una espuma turbia, a los pies de la cama, en un amasijo de zurcidos y mugre.

Tres días agonizando y llamando a sus dos mujeres difuntas estu­vo Enviado Lucanor, enfermo de avispero. Al amanecer del cuarto día se sentó en el lecho y tomó de las manos de su hijo un tazón de café. Había mejorado notablemente.

El avispero empezó a cerrar sus bocas y tenía el aspecto de un pe­dazo de tierra cuarteado por la sequía. Sus líquidos estaban recogidos alrededor como un círculo ocre con puntos violáceos y ya no sudaba.

Era domingo y en la casa del traspatio volvió a reaparecer la calma después de tanto ajetreo a causa del avispero. Todos dormían la sies­ta, sólo Olalla deambulaba por la casa hasta que se fue a sentar en el portal como para esperar una visita.

Sentada allí, balanceándose bajo la brisa del mediodía fumaba un fino tabaco torcido por ella misma. Así estaba cuando se detuvo ante la reja de la casa, montado en su alazán, Silverio Rosendi. Era un hom­bre de ciudad, rubio, vestido con traje de montar, polainas y sombre­ro alón. Traía el rifle de caza en la mano derecha y con la otra sujeta­ba la rienda. Así quedó para siempre su imagen en una foto que guar­daría la familia en los viejos álbumes de fotografías. En su reverso tenía palabras impresas que decían: POSTCARD, CORRESPONDENCE, HERE, y bajo esas palabras una dedicatoria con letra cursiva y afana­da; “Dedico este pequeño recuerdo a mis futuros suegro y suegra, Enviado y Olalla, de Silverio Rosendi, Pinero 4 de 1915.”

Comenzó a visitar la casa del traspatio aquel joven llegado de la ciu­dad. Venía a pretender a Pola, así decía Olalla Barquero a las mujeres de la cocina de la casa vivienda. Por su parte la muchacha no parecía estar interesada en el pretendiente, sin embargo, fueron tantos los ha­lagos que él hizo a la futura suegra que esta concertó el noviazgo en breve tiempo. Para Pola aquel noviazgo era algo que se salía de la mo­notonía de su vida familiar. No había cumplido los catorce años y ya su madrastra la preparaba para el matrimonio.

La situación económica de la familia estaba empeorando cada vez más y Enviado Lucanor no repuesto del todo de su dolencia, llevaron a Pola a decidirse por el casamiento sin casi conocer aquel hombre que la miraba con serenidad, escondiendo una tormento que se desataría más tarde para toda la vida.

Después de ocho semanas de visita la muchacha accedió a casarse al domingo siguiente en la Iglesia Mayor. Esa noche llegó a la casa Lili Borges quien enterada del noviazgo quiso hablar con la joven. Después de abrazarla largo rato, Pola le susurró al oído:

– Nada en el mundo podrá hacerme desistir de mi idea. Voy a ca­sarme el domingo con un hombre que tiene veintiséis años, trabaja en el ingenio Santa Elena, como contable, lleva ropa de montar y tiene los ojos claros, es lo que sé de él y quiero que usted esté a mi lado en ese momento, como hubiera estado mi madre pero por nada del mun­do deje a Olalla Barquero acercarse a la iglesia… quisiera agradecerle este favor.

Amaneció nublado y bajo una llovizna fina, que más parecía un temporal que otra cosa, salió Pola Lucanor acompañada por su padre y Lili Borges rumbo a la iglesia. Detrás del coche iba el carretón de la finca con el resto de la familia.

La ceremonia fue íntima y accidentada. Al pie del altar el novio es­peraba, vestido con camisa de pequeñas alforzas, almidonada, y sobre ella el traje negro ajustado al cuerpo. En el cuello llevaba un lazo que se apretaba al gaznate haciéndolo sudar copiosamente. Como toque llamativo, un clavel blanco en la solapa.

Enviado Lucanor entró al templo con su hija con un sencillo ves­tido blanco. Solamente el velo era de admirar… fue idea de Micaela de la Rosa ayudada por Mara y Paula.

Del baúl familiar del tío Valentín y con mucho cuidado para no ser vista, sacaron un rollo de tul que pese a los años que llevaba guarda­do se mantenía en buenas condiciones.

Con paciencia confeccionaron el velo, más largo que novia alguna luciera en su boda, y lo adornaron con azahares naturales que Eladio fue a buscar un rato antes de salir para la iglesia tratando con esto que no se marchitase.

Pola al verse con el velo puesto delante del espejo, con cara com­pungida protestó:

– Parezco una mata de limón florida.

Y estuvo por quitarse el velo desde que se lo vió puesto pero por no disgustar a sus hermanas y a Micaela de la Rosa, accedió en lle­varlo. En verdad el velo, aunque realzaba la belleza de su rostro era una exageración.

Mara y Paula aguantaban la cola y debajo de él iban todos los chi­quillos de los alrededores, además Boduque, Negrito y Sultán que la­draban alborotosamente y la cría completa de gallinas sacadas de los Montes de Oca. Más de una vez hubo que desprender la fina tela de los arbustos espinosos de ataja negro, donde Lili Borges había deja­do esperando el coche.

Primero y en la parte de atrás se sentó Pola pero el velo cubrió to­do el carruaje y tuvieron que sacarlo por la portezuela y estirarlo has­ta el carretón donde iba la familia, que se encargó de llevarlo agarra­do como las velas de un navio.

Fue muy complicado entrar a la iglesia pues la cola del velo quedó en las afueras del pueblo y Enviado Lucanor con esa practicidad que siempre lo caracterizó no hizo ningún comentario desfavorable sobre el atuendo si no que trajo una cuadrilla de hombres de los que tala­ban en la zona y los dejó de guardia aguantando la punta de la tela, allí en las afueras de la villa.

Dos veces tuvieron los taladores que enrollar la cola para dar paso al tren y hasta un duelo de machete pudieron presenciar en su “guar­dia de velo”, los hombres esgrimiendo las afiladas hojas quedaron atra­pados bajo el tul y uno de ellos cortó un pedazo considerable para se­guir en la reyerta; lo que benefició a los taladores pues quedaron mas cerca del poblado y del quiosco de Martín Canillas donde se vendía el aguardiente. Después de tomar varios vasos soltaron la tela y se fue­ron a dormir la borrachera al fondo del quiosco.

En el preciso momento que daba comienzo la ceremonia de las nup­cias el andaluz sufrió un ataque de estornudos repetidos por lo que se detuvo la ceremonia un rato prolongado.

Silverio Rosendi se había perfumado con una colonia para hom­bres de Palmas de Mallorca de olor seco pero algo penetrante y Enviado Lucanor no pudo resistir. Todos los olores del mundo se le mezcla­ron en un amasijo de recuerdos a la vez, y tuvo que retirarse al fondo de la iglesia mientras los estornudos resonaban estrepitosamente ba­jo el eco de los techos formidables del templo. Era tanto el ruido que el cura no se podía concentrar y le hizo una seña al sacristán oyéndo­se más tarde y con furia, el tañer de las campanas. En realidad el sa­cristán se había confundido con la seña que le hiciera el párroco quien lo que quiso indicar era que sacara a Enviado Lucanor del templo y no tocar las campanas.

Minutos después, al regresar el sacristán y al cesar los estornudos del padre de Pola se reanudó la ceremonia.

El cura Demetcrio pronunció la jerigonza en latín y sin haber he­cho las preguntas de rigor los novios dieron la espalda creyendo que había terminado y entonces el grito estrangulado del religioso los hi­zo detenerse en seco.

– ¡Cojollo, no se pueden marchar todavía….No se ha terminado con el casamiento!…

Afuera, en la escalinata del templo, estaba reunido el pueblo. Atraídos por el repicar de las campanas llegaron con bultos, animales domésticos y de corral y hasta con yuntas de bueyes llenaron el patio de la iglesia. Los vecinos venían a refugiarse en la capilla sabedores que aquel toque de campana anunciaba tragedia. Algunos gritaban que los españoles habían regresado y que estaban en guerra.

El padre Demeterio salió al pórtico donde el pueblo imploraba so­corro y albergue.

– ¡Atrás, fariseos! – gritó frenético el cura – ¡vuelvan a sus casas y llévense todo eso! – señalando a los animales y cachivaches de los po­bladores allí reunidos. Hizo la señal de la cruz y dio la espalda a la mu­chedumbre, entrando en el templo. Cuando llegó al centro de la igle­sia se subió en un banco y a grito pelado exclamó:

– ¡El diablo te lleve, condenado andaluz, a ti y a toda tu parentela.

En ese momento Pola con la ayuda de sus hermanos se quitó el ve­lo y acompañada por su marido salió de la casa de Dios.

La tela aún expuesta en el camino estaba izada y daba cobija a los pobladores que se refugiaron en la iglesia.

9

El Ahorcado

El ahorcado tuvo la visión de su propia muerte. Se le saltaron los ojos y los brazos cayeron a lo largo del cuerpo para sentir latirle el pecho como un tro­pel de abejas agarradas a una lengua larga, paquiderma, enroscada y vuel­ta a soltar de los nudos microscópicos de las injurias.

PAULA

De vuelta de la iglesia se quedaron conversando en el portal. Olalla seguía encerrada en el cuarto furiosa por no haber asistido al casa­miento y Eladio de inmediato se quitó la levita y se fue a jugar lotería a la casa vivienda.

Dos semanas después, Paula Lucanor, la primogénita de aquellos amores de la guerra del andaluz, huía a las ancas del caballo de Olegario Torres, un hombre de aspecto salvaje que vagaba por la villa envuel­to en una nube de misterios y rumores que lo convirtieron en un per­sonaje de leyenda.

Se conocieron la noche que ella, después de tostar el café, salió a meterse en el barril de agua fría como respuesta al castigo impuesto por su padre.

Paula no habló de este hombre a nadie. Vigiló noche tras noche hasta que lo vio recostado al almacigo con la cabeza echada en el pe­cho como si llevara ahí toda la vida esperándola.

Se fue tras él hasta el Campo del Muerto para poder hablar sin ser vistos. Cada noche se escabullía llevando comida y café para el aman­te. Allí en la fina cobija del arrozal, tumbados y exhaustos, contaban las estrellas. Paula Lucanor había sucum­bido a las caricias más subli­mes y profanas que jamás imaginara.

Al llegar al arrozal se despojaba de todos sus ropas y las colgaba en un pequeño árbol que arrastraba sus flores amarillas en el claro de la siembre. El arrozal crecía como un mar verde y movedizo, con su olor peculiar que los envolvía y acariciaba.

A horcajadas sobre aquel hombre rudo y áspero, que amaba de­senfrenadamente, se alzaba Paula para coger el cielo, desnuda y esplén­dida. Húmeda de amor se deslizaba por el cuerpo de él y caían los dos bañados de sudor y quedaban cubiertos bajo el campo de arroz. Ella, de bruces en la tierra, se impregnaba con su olor y la saboreaba casi con sus labios mojados con el jadeo del placer. En su espalda toda la fiereza del mundo se sublimizaba. El peso del hombre era una espiga como aquella que agarraba desesperada en el momento que él la sa­cudía y los dos soltaban un grito infinito de libertad y regocijo que ahuyentaba todas las yaguazas que ya empezaban a comerse el arroz. El movimiento continuo de las caderas de Paula y su blanquísimo tra­sero expuesto a las estrellas enloquecieron a Olegario Torres, al pun­to que le imploró que lo dejara todo y huyera con él.

Ni la bizquera que contrajo el día que tostó el café, ni la pobreza de su familia, ni el respeto que sentía por su padre ni el miedo a Olalla Barquero hicieron vacilar a Paula. Cayó rendida a los pies de su aman­te, y a las nueve noches de verse en el arrozal, todavía con la última caricia saboreándola en los labios y en el cóccix, se escapó de la casa, con un bultico de ropas y los cinco pesos que ganó lavando y plan­chando para los partidarios del tío Valentín.

Sobre la mesa de la cocina dejó Paula, con su letra incipiente, la si­guiente nota:

Papá, no sufra por mí. Soy feliz. Encontré el amor. Perdone a su hija. Adiós.

10

Como cortar un rabo de nube

Cuando la tempestad se fonna desprende un rabo (¡ordo y ennegrecido ha­cia la tierra que puede arrastrar con él todo lo que lo rodea, inclusive galli­nas, cerdos y caballos.

La forma de cortarlo es cogiendo una tijera y haciendo la señal de la cruz se dice: “Rabo de nube”, yo te corto en mil pedazos y te disuelvo al medio del mar.

Esas palabras se repiten varias reces cortando, al tiempo que se pone una gran cruz de cenizas delante de la casa y así se desintegra y aparece un espléndido arco iris.

MARA

Comentaba Enviado Lucanor que su hija Mara había heredado toda la gracia y belleza de sus ancestros andaluces y no estaba errado pues la adolescente tenía tal exuberancia corporal que Olalla Barquero la ocultaba en el cuarto cuando sentía acercase algún hombre a la casa, temiendo que corriera la misma suerte que Paula, que huyó con aquel bandolero de los mil demonios sin dejar rastro. Mara tenía sólo trece años pero no tenía nada que enviar a las de veinte: piernas torneados y gruesas, hombros redondos, cintura pequeña y un gran nalgatorio. Era una joven tan atractiva a esa edad, que los domingos se secaban las tinajas de la cocina pues todos los trabajadores jornaleros de los al­rededores y de los propios naranjales venían a pedir agua, soñando que con ese pretexto podrían ver a la muchacha.

Enviado Lucanor, sin reponerse aún del matrimonio de Pola y la fuga de Paula, y viendo esa noche el desfile en la puerta de su casa, pensó que tendría que des­pren­derse también de aquella hija y casarla.

Los domingos eran realmente agónicos, los hombres se parapeta­ban desde horas tempranas en los matorrales cercanos. Se agrupaban de cinco en cinco creyendo así no llamar la atención. A tanta insis­tencia Olalla Barquero dejaba a Mara repartir el agua, observando el espectáculo perpleja. Le servía a los hombres y cadenciosamente iba y venía con los vasos como un acto satánico e inocente al mismo tiem­po, com­pren­diendo que ellos llegaban allí por ella. Por lo que esa tár­de, con un practico sentido de comerciante salió al portal de la casa mejor vestida que nunca y dijo a sus admiradores:

– Desde hoy, respetables señores, se cobra dos centavos por va­so…el que no los tenga puede pagar en especies – y dicho esto puso en la mesa rústica, una jarra floreada de artesanía barata para que allí depositaran el pago del agua.

– María Purísima, el agua no se cobra… – musitaban las mujeres de la casa vivienda.

– Pero ésta si vale – replicó Mara.

En toda la zona fue muy famosa el agua de la casa del traspatio. Con las ganan­cias se le compraban baratijas a Benigno el vendedor y se comía caliente.

Olalla los domingos vendía, aprovechando la clientela del agua, tor­tilla de harina de pan y jugo de naranja. Casi tenían un pequeño ne­gocio que empezaba a dar frutos sobre todo en aquellos tiempos de penuria en la casa.

Pero el alboroto del agua fue sofocado una tarde cuando Enviado Lucanor llegó de las galleras y después de quitarse las polainas y con el machete enarbolado gritó desde el cuarto: ¡Mara! Las gallinas sa­lieron despavoridas del gallinero y las mujeres de la casa vivienda lle­garon hasta la cocina para enterar de lo que pasaba.

– ¡Se acabó la venta de agua, ¿me oyeron? Se acabó! – enfatizó el padre aún sin bajar el machete.

Mara, desde la puerta del cuarto lo miró con lágrimas en los ojos, él guardó su machete en la funda y respiró profundo el aroma de eu­calipto que desprendía la bacinilla del sahumerio y al otro día habló con su hija.

– Mara, tengo para ti un pretendiente, vendrá a visitarte en estos días para formalizar las relaciones. Es un canario joven que conocí en las galleras y está interesado en conocerte, además, es un hombre hon­rado y trabajador de manera que no habrá más venta de agua. No voy a convertir mi casa en un tugurio por unos centavos de mierda que a la larga serán mi vergüenza.

Tosió tanto Mara al salir de la habitación, luego de conversar con su padre que tuvieron que calentar cebo de carnero y ponerle en el pe­cho una taleguita con un diente de ajo y un rabo de lagartija, remedio éste que Olalla Barquero trajo de las galleras para curar la tos.

El domingo siguiente Enviado Lucanor, machete en alto hizo re­troceder la tropa invasora en sus predios y volvió al portal anuncian­do a voz en cuello que se acababa la venta del agua. Al atardecer de ese mismo día llegó el pretendiente de Mata para hacer la visita pero ella no pudo salir del cuarto pues no cesaba de toser y el olor del ajo y del rabo de la lagartija se hicieron insoportable, por lo que la propia Olalla Barquero, tapándose la nariz, salió de la habitación y ya en la sala habló con el joven para que, sin ofenderse, volviera el próximo domingo.

Adelantándose a la fecha prevista el joven canario se presentó el jue­ves con una caja de bombones. Mara lo observó por la hendija de la puerta que daba a la sala. El tendría a lo sumo veinte años, el cabello oscuro y lacio, los ojos soñadores y siempre sonriente. Hacia cinco años que trabajaba en un negocio de maderas preciosas en compañía de un tío y de dos paisanos más que vinieron con él de la aldea hasta las tierras del Llamagual. Tenía sus propios ahorros y quería casarse.

Le señalaron como días de visitas los jueves y los sábados, a las cua­tro de la tarde. Desde la primera semana del noviazgo, aún sin cono­cer a Mara, Bejerano Santos, que era su nombre, comenzó a preparar el ajuar de bodas. Conoció a la muchacha el jueves y quedó tan im­presionado con ella que al día siguiente en horas de la tarde apareció en la casa, cuando un gran rabo de nube amenazaba pasar por el ca­serío de los naranjales. Todas las mujeres cortaban en cruz con las ti­jeras en el aire y así aseguraban que cortaban el rabo de la nube gor­da y ennegrecida que viajaba a gran velocidad por el cielo cercano. Además, delante de las casas ponían una gran cruz de cenizas para ale­jarlo definitivamente. Y bajo ese benéfico acto entró Bejerano Santos a la casa.

El joven traía un baúl color azul con remaches y cintas de metal do­rado, que colocó en el centro de la sala. Cuando Mara abrió el baúl encontró un ajuar completo de bodas, que incluía un hermoso vesti­do de encajes y dos alianzas de oro macizo. Enviado Lucanor ayudó al novio a llevar el baúl hasta la habitación y después de brindarle una taza de café dejó sólo a los comprometidos, y salió al portal donde Olalla Barquero daba los últimos cortes al rabo de nube.

– ¡Ya lo corté! Si no llego a intervenir tan rápido tal vez no estu­viéramos vivos – exclamó la pequeña mujer alzándose el moño detrás de la nuca.

– Bueno, ya que has impedido una catástrofe sobre la tierra haz el favor de entrar en la casa y mira las cosas que trajo Bejerano Santos.

– ¿Bejerano Santos? – dijo sorprendida Olalla.

– Así es su nombre – enfatizó el hombre.

– Que lástima, Dios poderoso, que nuestro futuro yerno tenga nombre de buey y apellido divino… – Y sin siquiera mirar al marido entró en la casa.

Con el sonido aún estruendoso de la voz de su mujer en los oídos, se quedó unos instantes sin moverse y luego reaccionando murmuró pensativo: “Pues lleva razón la endiablada, el buey de Matildo Echemendía se llama Bejerano. ¡Bejeranooooooooooo… ! dijo imi­tando al carretero Matildo.”


En la visita después del día de San Juan llego el novio cargado de regalos para Mara Lucanor. La muchacha lo miraba extasiada, más que un isleño de Tenerife parecía un rey mago. Sólo se habían dado dos besos a escondidas y tan breve que apenas se rozaron los labios. E,sa tarde, cuando Olalla Barquero cruzó la sala como una exhalación diciendo “Vengo enseguida”, la miraron desaparecer por el trillo del patio con un papel de cartucho en la mano, los novios suspiraron con alivio entregándose entonces a las caricias y a los besos. Se conocie­ron uno al otro, se descubrieron y se arrullaron finalmente para apa­ciguar la pasión que casi ya no se podía sofocar. Rojos como dos to­mates estaban cuando Olalla Barquero, pálida y sudorosa, se sentó nuevamente en su sillón de vigilia. Y Mara, saliendo de su sobresalto dejó escapar.

– Ayer fue día de San Juan y puse un plato de agua con dos agujas para ver si se unían pero no se unieron y las agujas éramos tú y yo. También miré al fondo del pozo y con un espejo en la mano para ver la cara del hombre con quien me voy a casar, pero tampoco vi tu ca­ra. Sólo lo profundo del pozo vi reflejado en el espejo y dicen las mu­jeres de la cocina que es de mala suerte.

– No se creen esas cosas, Mara, pues dentro de tres meses nos ca­saremos y necesitas crecer rápido. Olvídate de ellas y piensa en nues­tro matrimonio. – La muchacha suspiró profundo y miró tristemen­te a su novio.

A la hora de la comida Bejerano Santos se puso de pie y se despi­dió de la familia y con las manos cogidas con las de su novia se des­pidió de ella. Ya en la cerca de ítamo real de la entrada se abrazaron y se besaron como dos niños y volvieron a despedirse. Al verlo alejarse por el trillo rojizo de los Borges le volvió la tos y hubo que llevarla pa­ra el cuarto y recurrir nuevamente al remedio de Olalla Barquero, ce­bo, ajo y rabito de lagartija.

Aún con el talego colgado en su cuello y sin quitársele la tos, Mara recibió la nefasta noticia: Bejerano Santos había muerto en un acci­dente de trabajo mientras cortaba un algarrobo, no se percató del pe­ligro y el gigantesco árbol le cayó encima. La muchacha lo lloró de­sesperadamente, sufrió sin consuelo la pérdida.

En las mañanas salía al patio con el baúl para orear las piezas de ro­pa y todo lo demás.

Estaba Mara en los trajines de solear su habilitación cuando a la ca­sa vivienda llegó el zapatero de piel de cocodrilo don Secundino Yan, un chino alto con espe­jue­los montado al aire, delgado y con muy bue­nos modales. De inmediato se interesó por conocer a la muchacha, Clara Estupiñan, la esposa del tío Valentín fue la inter­me­diaria, pues el chino Yan venía a traerle dos o tres pares de zapatos bellísimos que a cada cierto tiempo, encargaba, para después guardarlos en su arma­rio y jamás calzarlos.

Ese día Clara llamó a Mara por la ventana del cobertizo con el pre­texto de que viera los magníficos zapatos y carteras del zapatero Yan.

El hombre quedó obsesionado por la chiquilla, al punto de calzar­le unos zapatos y regalárselos con su correspondiente carterita ador­nada con la cabeza del cocodrilo. Mara le dio las gracias y se fue co­rriendo para su casa.

Enviado Lucanor no se tragó la píldora y en la próxima visita del zapatero lo esperó en las cercanías de la casa y cuando fue a pasar jun­to a su lado sin dirigirle el saludo le preguntó secamente:

– ¿Es usted casado, señor Yan? – Y el hombre sorprendido por la pregunta contestó:

– No, señor, soy viudo y quiero volverme a casar porque no resis­to la soledad.

– Entonces me explico el porqué de su regalo a mi hija Mara y quie­ro advertirle una cosa, a mis hijas no les permito regalo de hombres a no ser que sean sus pretendientes y eso primero lo tengo que saber yo. También he sido viudo por dos veces y se lo que es ver morir al ser querido; pero señor Yan quiero decirle que va a tener que recoger los zapatos y la carterita porque Mara lo está esperando para eso por or­den mía. – Tragó en seco Yan para después decir:

– Pues si usted tiene que saberlo primero se lo diré: no fue en va­no mi regalo. Deseo pretender a su hija y tengo las mejores intencio­nes. Quiero que me de su consentimiento para casarme con Mara.

– Pregúntele a ella mejor y vaya de todos modos por mi casa para formalizar el noviazgo – replicó el andaluz caminando delante del za­patero.

Húmedo amaneció el naranjal, cuajado de flores, que embriagaba con su perfume todos los rincones. Lucanor puso la bacinilla con el sahumerio en el centro de la sala y suspiró hondo, mientras la niebla débil que dependía el incienso y el eucalipto lo restablecían del mil ve­ces maldecido olor de los azahares. Quitadas las polainas y la faja grue­sa de la cintura, se sentó con cierta placidez en el sillón a contemplar la lluvia que había empezado a caer y comenzó a cantar:

“Que pajarito es aquel
que canta en aquella higuera
anda dile que no cante
que espere a que yo me muera”

Su voz se alzó melancólica y triste en el último verso y repitió la es­trofa y las mujeres de la cocina, cubriéndose con el delantal para no mojarse la cabeza, llegaron para oírlo. Olalla Barquero, que se había sentado a su lado, lo escuchaba sin levantar la vista de su bordado al canesú. Una de las mujeres se le acercó y al oído le dijo: “Como ha envejecido Lucanor, dios mío”.


– Tú no sabes si está viejo o no – dijo Olalla Barquero acercándo­se más a la mujer –, pregúntamelo a mí. Mi marido es un toro a cual­quier hora y en cualquier circunstancia, además, a los cuarenta y tres años el hombre está floreciendo otra vez y si no me crees díselo tú mis­ma, que te enseñe lo que tú sabes, para que veas si te mueres del sus­to… La mujer, roja de la vergüenza, regresó bajo la lluvia rumbo a su puesto de trabajo.

Esa misma tarde se comprometió Mara con el zapatero de piel de cocodrilo quien llegó bajo la lluvia con los zapatos lustrosos y de piel legítima llenos de fango, la ropa toda salpicada de la tierra roja de los caminos enlodados del naranjal y hasta en los cristales de los espejue­los se podía ver el pequeño estrago del aguacero. Y así limpiándose con su pañuelo perfumado el rostro y ajustándose las finas patas de sus lentes dorados el chino Yan se presentó ante Mara para pedirle que se casara con él. El noviazgo duró tres meses, al final de los cuales se celebró la boda sin gran alboroto.

Jamás Mara le dirigió la palabra a Olalla Barquero por creer que por ella su padre le había obligado a casarse con el chino Yan. Como tampoco recuperó el baúl del difunto Bejerano Santos y mucho me­nos las alianzas de oro y la leontina.

11

El Alumbrado

Más que una fiesta era una tradición en aquellos lugares apartados o cam­pos del centro del país. Se realizaba para cumplir una promesa a un santo o espíritu de luz y también en sus festividades. Comenzaban estos alum­brados al anochecer y se invitaba a los familiares y amigos. Desde horas tem­pranas se levantaba el altar con la imagen a la cual se le debía el favor y se adornaba con flores y ramás de mirto, muralla, pencas de areca o guano tierno como el que dan en las iglesias por Semana Santa. Doce paquetes de vela como mínimo era el ofrecimiento y se ponían en unas botellas como can­delabros y que toda la familia adornaba, desde el amanecer, cubriéndolas con papel de china de vivos colores que combinaban en sus tonalidades. Después se rayaba el chocolate y se preparaban las galletas con guayaba y queso y al anochecer ya estaba todo listo. A las ocho rompían los juegos ca­pitaneados por dos hombres sabedores de esta tradición. Los dos se situaban frente a los invitados diciéndole uno al otro:


– Ando bajo barajo y no encuentro en ninguna casa a mi compadre.

– ¡Miente usted!

– ¿D usted donde andaba?

– Do, en casa de la Duca.– ¡Miente usted!

– ¿D usted donde andaba?

– Do, en casa del Quimbombó…


A todos los participantes del juego se le daba un nombre de vianda o fini­ta y si no contestaban perdían. Así sucesivamente los que iban perdiendo salían del juego y, al final eran castigados. El castigo lo imponían los capi­tanes y podía ser desde el beso a una muchacha o viceversa o hasta meter la cabeza debajo del rabo de un buey.

ELADIO

El interés por el juego iba más allá de un pasatiempo estival o cosas de muchacho, como decían las mujeres de la cocina de la casa vivien­da.

Al caer las primeras sombras del atardecer llenas de perfume de aza­har, suavizadas por los sahumerios hechos durante el día, ya Eladio estaba sentado con la bolsa magra entre las manos y la dicción per­fecta para cantar los números.

Era el único hijo que quedaba en la casa y de pronto se había con­vertido en un adolescente. Su figura se alargó con músculos fuertes y definidos, el pecho vigoroso y lampiño, las extremidades largas y fi­brosas, los cabellos negros le caían ensortijados sobre la frente amplia y contrastaban con el agua clara de sus ojos que tenían una expresión voraz e inquietante, que sorprendía.

Al terminar el juego de cada noches y ya en su cuarto, Eladio des­cubría algo extraño y milagroso dentro de sí, algo que lo asistía en la soledad de su camastro de hierro, bajo el silencio del sueño y el bal­buceo de palabras entrecortadas seguidas por el ronquido del padre desde la otra habitación. Sólo en la penumbra se entregaba al placer inagotable de sus sentidos. Su cuerpo temblaba y un cosquilleo pro­fundo le registraba el vientre retorciéndolo sin dejarlo dormir. Una humedad terrible le brotaba y sus manos apretaban los hierros de la cama como aguantando al mundo. Así percibió en las noches desola­das del naranjal y en los días de sahumerios, que había arribado a la virilidad. Bañado por el sudor, y con los ojos encendidos en la oscu­ridad, salía al patio que dividía las dos casas y quedaba largo rato sen­tado en la tierra, sin quitar los ojos de aquella otra casa donde todos dormían.

La casona se dibujaba entre las sombras como un sortilegio. Pintada de blanco, con tejado francés y rodeada de enredaderas de buganvilia multicolor, se proyectaba en la noche fantasmal y cierta rodeada de recios atejes cuyos frutos hacían sonar el zinc del cobertizo con su llu­via de granizos rojos. Sólo una luz se divisaba del interior. Era de la pequeña lámpara de aceite de la habitación de la tía Clara, que a esa hora vagaba por la casona sin conseguir dormir.

Así mirando a contraluz la silueta de Clara Estupiñan veía, Eladio, aparecer los primeros anuncios del día.

Muy temprano, se apareció en la casa vivienda con el libro de bor­dados de su difunta madre y acercándose a Clara le dijo:

– Mire, este es el libro de bordados de mi madre, ella nos enseñó el significado de sus láminas y todos jugamos con él pero nadie en la casa aprendió a bordar. Guárdelo usted y nunca diga que yo se lo di.

Clara Estupiñan, ya treintona, aún tenía una belleza opulenta y ras­gos de juventud. Antaño se había casado con el tío Valentín con una codicia desbordada de la que más tarde se dieron cuenta.

Valentín Borges murió días después del casamiento de Mara con el zapatero de piel de cocodrilo. El padeció, durante mucho tiempo, de tisis y gracias a su dinero pudo sobrevivir tanto tiempo a la enferme­dad, pero en los últimos meses se agravó al punto de salpicar diaria­mente con su sangre el fino tabloncillo de la pared de su cuarto con su tos pertinaz. Después de que murió quemaron sus pertenencias. Toda su ropa, incluyendo las camisas de lino, las sábanas de holán con el monograma familiar bordado a punto cruz y hasta el bastón de ma­dera preciosa con el cabo labrado en oro, ardió en el naranjal. Por pri­mera vez no se sintió el olor de los azahares entrar a la casa sino un olor a azufre y cuero que se hizo insoportable.


Esa mañana que Eladio llegó a la casa con el libro de bordado en las manos la tía Clara lo abrazó y le besó la frente y dijo acariciándo­le el cabello:

– Aunque tu madre y yo tuvimos grandes peleas y nos odiamos has­ta el final, esta acción tuya me hace olvidar. – El sintió la proximidad del cuerpo de Clara como un estruendo y sus oídos zumbaron como si estuvieran sumergidos en las profun­didades,. La mujer advirtió su turbación y pregunto:

– ¿Que te pasa, Eladio?… no me debes temer, soy como si fuera tu madre.

– Claro que no – pensó de inmediato Eladio, saliendo de sus pen­samientos. La cercanía de ella lo dejaba sin fuerza. Por supuesto que no podía ser su madre ni nada que se le pareciera, por eso la miró de soslayo y murmuró sin levantar la cabeza.

– Tiene usted razón, puede ser mi madre.

Por las noches se sentaba a contemplar, en las piedras del patio, la ventana encendida de la casa. El olor del follaje, con una mezcla de humo y ropa chan­tus­queada, lo perturbaba así que esa noche esperó que todos durmieran y se acercó a la casa, y sorprendió a Clara aco­dada al ventanal del cobertizo, abanicándose con un sándalo legítimo y vestida con una fina bata de opal que traslucía, sus formas volup­tuosas.

Eladio sintió que se sumergía de nuevo. Lo estremeció el zumbi­do de sus oídos más fuerte que antes y su corazón latió con tanta ra­pidez que creyó que iba a morir pero echó a andar como para morir­se delante de la puerta del cobertizo. Ella lo miraba severa y a la vez sugerente. Atraídos por no sé qué residuos de lujuria familiar se es­trecharon de pronto los dos cuerpos y rodaron por el piso con la fe­rocidad del deseo reprimido de siglos y la autenticidad de lo prohibi­do. Clara acarició el cuerpo de Eladio y adentró su lengua en la boca de él y le enseñó su vientre liso pese a su opulencia y lo poseyó toda la noche, agarrada a la cintura varonil del muchacho, que sucumbía en el espasmo de su propia fuerza al atravesar el bosque espeso y dul­ce de aquel otro cuerpo.

En las noches se le aparecía cabizbajo, con los bolsillos repletos de monedas que acaba de ganar en el juego de lotería.

– ¿Para que quieres tanto dinero? – preguntaba Clara Estupiñan mientras lo iba desvistiendo.

– Me gusta ganar siempre y sobre todo al isleño Juan Prado.

12

Cura de sol

Decía mi abuela en sus relatos, que el tabardillo era como una llamarada que quema los sentidos y hay que refrescarlos para poder librarse de él.

Se le pone al tabardillado un paño blanco sobre la cabeza y sobre ese pa ño se vira un vaso sin que se bote una sola gota de agua. Cuando esto está he­cho se empiezan las santiguaciones tres veces, después se da un fuerte tirón de pelos y se repite el remedio tres días seguidos. Al cuarto día la persona de­be bañarse en el río y meter la cabeza bien hondo varias veces. Esta segun­da fase de la curación se repite durante una semana. Al término de estos baños y sin dejar de usar la sombrilla está curada la solanera.

LA ESCOPETA DE PERDIGONES

Juan Prado, isleño nacido en Tenerife, había emigrado en la década de los años veinte radicándose en las proximidades de la hacienda de los Borges. Provenía de una familia numerosa y pobre, de campesi­nos que casi en su totalidad emigraron hacia tierras americanas. El is­leño llegó a tener una parcela pequeña y fue partidario de los Borges desde que la finca la administraba su propio dueño.

Trabajaba de sol a sol y gustaba de sentarse a jugar la lotería, por las noches, en la cocina de la casa vivienda.

Siempre estaba vestido con pantalón crudo y guayabana blanca; en invierno se ponía una chamarreta de corduroy de cuadritos verdes con el fondo negro y zipper en los bolsillos y en el frente.

Los sábados, después de la comida, pedía la escopeta en casa de los Borges y se iba a cazar jutías y venados a los montes. Llegaba en la tarde del domingo, con la presa atada a la espalda y el rifle en la ma­no. Así entraba orondo a la casa escupiendo la mascada de tabaco que traía en la boca desde hacia horas, dejando sobre la mesa de la cocina el valioso producto de la cacería.

En un santiamén preparaba, ayudado por las mujeres, las jutías, usando mucho vino del que se guardaba en los garrafones de paja, de la despensa. A la carne se le ponía mucho ajo y hojas de guayabo y después de bañarlas en naranja cajela se ponían a asar en púas rocián­dole a cada rato el mojo del ajo, ají cachucha y culantro. Después comían en la mesa larga de la cocina y tomaban vino de arroz.

– Se come bien en mi casa – comentaba Clara Estupiñan. Por su­puesto que Eladio no podía decir lo mismo por que en la casa del tras­patio se hacía un ajiaco para todo el día y en las mañanas se comía só­lo mazorcas de maíz asadas y se bebía café carretero. Las mazorcas se ponían en las brazas del fogón que tiznaba todos los calderos y hacía llorar el humo que se desprendía de la Yaba, una variedad del monte que no arde y penetra tanto en los ojos que puede cegar de momen­to.

Era junio otra vez y hacía calor pero en la atmósfera había hume­dad y un débil frescor llegaba del follaje bajo los rojos destellos del flamboyán. Delante de la casa crecía un amplio jardín. Los Borges tenían fama de buenos jardineros y todos en la familia le habían de­dicado a esta parte de la casa especial atención. Aún estaban vigoro­sos y llenos de flores los canteros de hortensias que Ciria Borges sem­brara en su adolescencia. Al jardín lo rodeaba una cerca de laureles po­dados cuidadosamente y dos cipreses funerarios. De la entrada hasta el portal había un camino de lajas de río. A ambos lados de la senda estaban los canteros de frescura, una pequeña planta que puede dár­sele forma en el cantero por lo cual cada Borges sembró las plantas formando con ellas su propio nombre. Terminaba el jardín con un sembrado grande de mariposas y siemprevivas y llegando al portal la enredadera roja que se alzaba hasta los techos dando un aspecto irre­al a la casa, en la caída de la tarde. Y allí de pie, casi cubierta por las flores y el perfume primaveral de junio conoció Eladio a Jimena La Guardia.

Era una muchacha de aspecto indefenso.

Y cuando se ponía nerviosa se chupaba el dedo pulgar, al sorpren­derse a sí misma escondía las manos y se sonrojaba bajando la vista hasta sus zapatos innobles, de suela dura, donde la tierra de los Borges había dejado un color ocre que no podía borrarse pese a los esfuerzo de limpieza.

Jimena La Guardia hacía pocas semanas que vivía en la finca. El is­leño Juan Prado la tomó como mujer en una de sus cacerías de los sá­bados. El padre de Jimena, campesino analfabeto y casi salvaje, la en­tregó al isleño por una ternera y dos fardos de semillas para la siem­bra. Así fue como llegó a los naranjales, a las ancas de Juan Prado, una noche de domingo.

La hizo su mujer y le compró a Benigno, el vendedor, un par de vestidos de percal, de flores diminutas, un refajo de tafetán rosado y el par de zapatos innobles que calzaba.


Eladio se asomó a la puerta y sus ojos resplandecieron como en la noche de la virilidad… y sonrió al ver a la muchacha llevarse el dedo pulgar a los labios.

La tía Clara apareció en la sala preguntando:

– ¿Que deseas, Jimena?

– Juan Prado me mandó para que usted le preste la escopeta Eladio no quitaba la vista de la joven y le seguía sonriendo. Clara cogió el ar­ma y la entregó, despidiéndola en el portal. Esa fue la primera visión que tuvo Eladio del amor a primera vista y fue también la última.


Esa noche no fue Eladio, como de costumbre, a encontrase con Clara sino que se tiró de la cama y se abandonó del mundo. Soñó, una y otra vez, con Jimena La Guar­dia. La sintió a su lado sonriente y espléndida y pensó en su tía como algo terrible al com­pa­rarla con la joven. ¿Como la Virgen de la Piedad, aquella imagen que tanto Olalla Barquero le enseñara a adorar, no lo había ayudado para encontrarse con Jimena antes? Así pasó toda la noche sobresaltado, soñando des­pierto y cuando lograba dormirse veía caer a sus pies el cuadro de la virgen bajo el chasquido estre­pitoso del cristal y a su padre riéndose debajo del mosquitero. Sudoroso saltaba de la cama y volvía a acos­tarse. Los albores del día lo sorprendieron con los ojos abier­tos y fi­jos en el reptil verde y cambiante que arrastraba su viscosidad por las vigas del techo.

En las primera horas de la mañana salió a respirar el aire y se fue a sentar al pequeño monte de los Borges y allí se reclinó poniendo la ca­beza sobre una piedra para disfrutar mejor el nacimiento que la natu­raleza le ofrecía más allá del marabusal y las yagrumas. Aún el sol no calentaba y más bien le parecía una naranja inmensa desprendida de la propiedad. Y en ese estado de reposo Eladio creyó volver a tener la visión de Jimena y en efecto, un poco distante en el camino estrecho que bordeaba la finca, caminaban el isleño y la muchacha, él delante, con sus zancadas largas y detrás Jimena, chupándose el pulgar y mi­rando hacia atrás. Su marido la llevaba a casa de un coterráneo suyo para que le curara el tabardillo. Se quejaba de un fuerte dolor de ca­beza y lo achacaron al sol. Años más tarde, cuando Jimena era sólo una sombra en los páramos del Llamagual, se descubrió que había pa­decido toda su vida de astigmatismo.

Varios viernes, acompañada por su marido, iba a curarse el tabar­dillo a la casa del isleño Eleodoro, El Grillo que había alcanzado gran fama por curar la solanera y otros males como eran el empacho, la ma­zamorra, la seca, el ahogo y su especialidad que era el tabardillo.

Siempre que llegaban a la casa tenían que esperar un rato a la en­trada pues el mismo Grillo padecía de una terrible enfermedad, que trataba de apaciguar agachándose largo rato en cuclillas sobre dos pie­dras con brasas ardientes que amortiguaban sus padecimientos de he­morroides.

El le explicaba a sus pacientes: la almorrana, es como un tomatico placero y lo único que lo alivia es ponerse en las brasas calientes.

Así que cada ves que el isleño Juan Prado llevó a su mujer a casa del curandero este se encontraba medicamentándose en un rincón del cuarto sobre las piedras calientes y sin pantalones.

Después que Eleodoro El Grillo terminó su curación sobre piedras, salió sonriente al portal, trajo café, encendió un tabaco y observando la nube espesa de humo preguntó:

– Bueno, ¿qué le pasa a la mujer?

– Le duele mucho aquí arriba – señaló Juan Prado el centro de la cabeza de Jimena que absorta miraba sus zapatos.

– Lo que tiene tu mujer es un tabardillo… El tabardillo es como una llamarada que no nos deja pensar ni caminar casi… es el sol que se recoge en los sentidos y hay que refrescarlos para poderlo sacar. Tienes que traer a tu mujer cinco viernes seguidos y el último, cuan­do salga de aquí, tiene que ir al río y taparse el cocote con el agua tres veces… quiero decir, que te zambulles tres veces cabeza y todo y cuan­do salgas estarás curada. Y ahora siéntate aquí – dijo señalando una silla de espaldar alto – salió rumbo a la cocina y al momento estaba de regreso con un vaso de agua y un paño blanco. El paño lo puso sobre la cabeza de Jimena que contraída temblaba. Y en acto de magia, co­mo el más puro sortilegio, viró el vaso bocabajo sobre el paño, en la cabeza de la muchacha sin botarse ni una gota de agua. Después, apre­tando el vaso sobre el paño, hizo varias santiguaciones hasta retirarlo finalmente con la misma maestría con que lo había puesto; al sacarlo, con la mano que quedaba libre, dio un brusco tirón de pelos a Jimena que de un salto fue a caer al otro extremo de la sala. Después de la cu­ra los dos hombres se despidieron en el camino con grandes apreto­nes de mano.

Las noches en la casa de Juan Prado eran tediosas para Jimena que sentada en el banco de madera del portal miraba el cielo acompañada por el susurro vociferante de las ranas del aljibe. Había pensado mu­cho en el joven que conoció en la casa vivienda y se contentaba con esa imagen en su memoria. En varias ocasiones lo sorprendió ob­servándola absorto desde las matas de zarza americana del patio y ella, nerviosa, se entregaba a su antiguo consuelo, a su soberana costum­bre de chuparse el dedo. Y esos pensamientos eran interrumpidos cuan­do llegaba por la puerta trasera de la casa su marido, después de dejar todo el menudo de sus bolsillos en la mesa de juego de lotería.

El isleño, desde la cocina y tomando el último café que quedaba en la cafetera de aluminio, llamaba a la muchacha para que le arreglara las cobijas pues ya era hora de dormir.

Como una sombra entraba Jimena al cuarto y tendía las sábanas so­bre la cama de caoba de la que colgaba un detente, en la cabecera, bor­dado a crochet de color azul y con la imagen de un ángel. Era un re­cuerdo familiar, lo trajo consigo una hermana de Juan Prado cuando llegó de Islas Canarias. A las pocas semanas contrajo el tifus negro y murió sin un sólo pelo en la cabeza y consumida por la fiebre. Su her­mano guardó el detente en el armario hasta el día que trajo a Jimena a la casa, le sacudió el polvo y lo colgó en la pielera de la cama. Nunca le explicó a su mujer el origen del objeto ni a ella le importó nunca sa­berlo.

Jimena se acostaba primero después de traer una jarra con agua que ponía cerca de la cama, entonces se deslizaba vestida debajo de las sá­banas y esperaba aguan­tan­do la respiración hasta que su marido apa­gaba la luz del quinqué. Las manos callosas del isleño quitaban de un tirón las cobijas y le levantaba el vestido zarandeándola con tanta agre­sividad que sentía que sus huesos iban a quebrarse. Luego caía sobre ella sin más caricias que su primitivo modo de poseer la hembra que era penetrándola. Casi encima de ella botaba la mascada de tabaco de un escupitazo y comenzaba a roncar abruptamente. Ella lo volteaba de un tirón y lo echaba de su lado convencida de su desamor mientras con un paño se limpiaba los estragos del infame acto.


Las aves de la casa avizoraron el mal tiempo; desde el amanecer se habían refugiado por los rincones del portal y sacudían el plumaje co­mo un aviso previo del temporal. Eladio recogió los animales y los llevó a un lugar seguro, mientras Clara Estupiñan mandaba al pueblo en busca de provisiones: una gruesa de pastillas de chocolate, un latón de galletas de sal, guayabas en barra, dos latas de chorizos y una pen­ca de bacalao noruego, más el queso blanco que estaban haciendo las mujeres de la cocina. Así se preparaba la casa vivienda en lo concer­niente a los víveres para para esperar el ciclón del 26.

Todos los vecinos de los alrededores y los partidarios vinieron a pa­sar el ciclón en la propiedad de los Borges. Hasta la casa del maíz se cogió como refugio.

Enviado Lucanor no se quiso mover de su casa. Le puso a Eladio por encima un saco de henequén amarrado al frente y el sombrero de yarey de campo, se sentó en la sala y ordenó rezar en voz baja. El y Eladio volvieron a la paz y a la magia que desprendía el humo de la bacinilla.


El ciclón dejó el saldo de dos muertos: a uno le cayó una palma en­cima de la casa y el otro se ahogó salvando una cochinata parida.

La casa de Eleodoro El Grillo se clavó en la tierra y él salvó la vida porque se metió antes de las ráfagas en el ranchito del patio y se amarró a un horcón, porque al rancho también se le fue volando la cobija. Precisamente fue el ultime? domingo que le faltaba a Jimena por cu­rarse el tabardillo.


Al cesar las lluvias y con el íángo a la cintura el isleño Juan Prado anunció que iría a ayudar a su coterráneo, estaría cinco o seis días fue­ra, por lo que Jimena tendría que ocuparse de todas las tareas del cam­po en su ausencia.

– No volveré hasta que no deje la casa del Grillo en pie – aseguró el isleño botando la mascada. Ensilló el caballo, cargó en las alforjas las herramientas y puso en la parte trasera de la montura un serón con víveres y una gavilla de tabaco. La muchacha quedó en la puerta de la casa mirando alejarse a su marido mientras el tiempo volvía a la normaliciad. Al día siguiente no quedó vestigio del huracán. Ya el cielo no estaba encapotado ni empedrado y el sol apareció con fuerza, fue entonces que Jimena salió de su casa con una toalla en la mano, esta­ba decidida a terminar la cura del tabardillo aunque no fuera viernes. Así que cogió por la siembra de arroz y atravesó el Campo del Muerto rumbo al río.

Las márgenes se habían ensanchado y aunque bajó considerable­mente la crecida aún se podía ver los estragos del ciclón en el agua, leños y ramas de árboles viajaban la corriente arrastrados por un re­molino de burbujas y nudos fluviales que la muchacha observó desde las piedras del matorral pues hasta allí había llegado la crecida. Jimena se quitó los innobles y se soltó los rubios cabellos, por último se quitó el vestido quedándose en refajo y mirando hacía todas las direcciones para cerciorarse que estaba sola. Entró en las aguas y suspiró aliviada al sentir el frescor de la corriente, se sumergió tres veces como le di­jera el curandero y se quedó flotando como una rama más: una hoja verde y sedosa aparecida después del diluvio. Así la vio Eladio desde lo alto de la pendiente, así la creyó ver viajar el río y sin poderlo evi­tar llegó a la orilla y le habló.

“Jimena ¿existes de verdad o eres sólo la crecida del río que se pa­rece a ti misma?… Si eres tú, no te asustes que nada malo voy a ha­certe.”

De una zambullida la muchacha salió de su éxtasis y braceó largo trecho dejando atrás a Eladio que le sonreía desde la orilla. Poco des­pués el joven subía nuevamente a las rocas no sin antes mirar hacia atrás diciendo adiós exageradamente con sus brazos en alto. Jimena sintió un sobresalto feliz en sus músculos y también levantó sus bra­zos para decir adiós. Nadó un rato más sintiendo el cosquilleo de la corriente dulce como una caricia heredada de aquella otra familia en todo su cuerpo. Navegó sin esfuerzo y llegó hasta las piedras lisas don­de las mujeres de los partidarios, de tanto lavar en ellas, las habían de­jado pulidas y blancas. Allí secó su cuerpo rápidamente, vistió su tú­nico de florecitas, calzó de nuevo sus innobles y se fue rumbo a su ca­sa.

Ella ocupó todo su tiempo en las duras tareas del campo que el ma­rido tanto le recomendara al salir, pues así tenía su mente en algo útil, porque pensar en Eladio era una obsesión que quería apartar de sí, aunque lo único que había conseguido hasta ese momento era llamar con el nombre de su amado, a primera vista, a todos los animales que tenía que llamar. El buey de Matildo, que le decían así porque era el nombre de su antiguo propietario, la miró de reojo cuando escuchó a la muchacha decirle: ¡Eladiooooooooooooo…¡ y el perro Sultán ladró descompasadamente con sus dos patas traseras clavadas en el piso y las delanteras pidiendo clemencia. El caos reinó en la casa de Jimena La Guardia desde que estuvo segura que se había enamorado de Eladio Lucanor.


Los limoneros del patio estaban blancos de flores y el espárrago se había enredado en las vigas del portal, mientras que en el tabloncillo los chivos de la casa vivienda mudados para allí, comían las flores con avidez y desacato sabiéndose dueños provisionales de lo prohibido.

Jimena se fue con la cesta de maíz para desgranarlo a la arboleda y se sentó debajo de un frondoso guayabo. Los granos de la mazorca que tenía en las manos fueron a parar a la tierra pues su vista se quedó fija en unas botas que tenía muy cerca de sus innobles. Levantó los ojos y palideció. No cruzaron palabras, Eladio se inclinó hacia ella y retiró la cesta. La muchacha se incorporó de un salto y comenzó a co­rrer por entre los árboles tirando el maíz que tenía en el delantal. Eladio corrió tras ella alcanzándola a pocos metros y después cayeron sobre la yerba fina que bordeaba la arboleda. Se sintieron atrapados en la vastedad de ese paisaje por el amor más grande del mundo y Jimena se abandonó a su suerte y apretó los ojos para inmortalizar el instan­te más hermoso de su vida. Se unieron en un cerrado abrazo que duró hasta que los dorados matices de la floresta anunciaron las sombras del anochecer. Por el camino de regreso Eladio acordó con Jimena verse al día siguiente en su pequeño refugio allá en los linderos de las afueras de la finca.

Era un pequeño bungalow donde antes vivió la familia Borges en espera de la terminación de la casa vivienda, en los días que el tío Valentín aún no había contraído la tisis y era un temerario muchachón que ayudaba a su padre a adueñarse de todas las parcelas vecinas, in­timidando y usando la fuerza.

La parte delantera estaba destinada para almacén donde se guar­daban las provisiones al por mayor: sacos de arroz, frijoles, harina de maíz, latas de manteca, dulces caseros, en pomos bien tapados, con una inscripción a su alrededor con la letra de las mujeres de la cocina donde ponían el nombre del contenido. Allí también guardaban el vi­no, los garrafones tejidos que tanto le gustaban a Eladio y la miel, pues las colmenas estaban en el patio. La llave del bungalow la tenía la tía Clara colgada de una cinta en su opulento cuello y una copia la tenía Eladio, pues él llevaba algunas cuentas de lo que había que pagarle a los trabajadores eventuales que llegaban a la propiedad. Allí tenía un camastro idéntico al de su casa, una mesa para los papeles y una silla. De la pared colgaba un almanaque del año anterior con un torero en su lámina, en plena faena.


Sacó Jimena del armario del comedor el rollo de cordel fino con­que amarraría a su gallina quitara; la diminuta gallina de plumas ne­gro tornasolado había perdido el nido desde el ciclón. Ella sorpresi­vamente amarró la pata derecha del ave con el cordel y la soltó en el patio y fue siguiéndola para encontrar el lindero donde acordaron ver­se. La gallina comenzó a caminar como si fuera por los aires, parán­dose aquí, escarbando allá, encontrando insectos en la húmeda tierra que aún mantenía la soltura del mal tiempo.

Jimena abandonó el cordel y dejó libre a la gallina y mirando a un lado y ai otro se encaminó contrariamente por donde cogió el ave.

En un claro de la plantación estaba el bungalow. En su frente tenía un árbol frágil de paraíso y lo rodeaba un sembrado de mirto. La mu­chacha parecía una figura bíblica detenida delante de las plantas, sin atreverse a entrar.

Eladio abrió la puerta y Jimena entró silenciosa sin apenas mirar­lo. Caminó con dificultad entre los sacos y los garrafones de vino y de miel puestos en una estantería hasta el techo. El la sentó con cuidado en la silla y de rodillas, a su lado, la abrazó con tanta fuerza que Jimena tuvo que suspirar para buscar el aire. La alzó a lo alto de la casa y des­cendió con ella al camastro. Allí estuvieron abrazados, sudorosos y fe­lices, mucho tiempo. La desnudez de sus cuerpos relucía por la blan­ca luz que entraba por la claraboya del cuarto.

Así, durante los seis días que siguieron al primer encuentro, estu­vieron juntos, desnudos, sobre la cama comiendo panales de miel, en dulcísima complacencia y complicidad. Hasta muy tarde duraba el amor y a veces Jimena se quedaba toda la noche y se iba cuando Eladio salía con las cántaras a ordeñar las vacas y de paso la dejaba en su ca­sa, llenándola de besos por el camino de regreso, limpiándole con el dorso de su mano la miel que aún le quedaba en la barbilla y en el pe­cho.

Después del mediodía llegó en su caballo el isleño Juan Prado. Lo amarró al ateje, le quitó la montura, le safó las cinchas y entró por la cocina. Jimena acaba de llegar de su encuentro. Todavía tenía los la­bios encendidos por los besos de despedida y la cara tan roja y el cuelio que el isleño creyó que tenía sarampión. Ella, temblando y balbu­ceante, le dijo que no era sarampión, que lo que tenía era del mismo tabardillo y que cuando se bañara se le quitaría.

El entró en el cuarto y se acostó vestido y con las botas puestas y sólo atinó a decir “que nadie me moleste y déjame dormir., he traba­jado como un buey” y soltó un resoplido que estremeció el cuarto.

Jimena vagaba por la casa durante la noche tras el consabido za­randeo del isleño sin conseguir apaciguar la angustia y el deseo por Eladio y éste, a su vez, merodeando la casa, dejándole en la puerta de la cocina un panal de miel. Todas las mañanas el isleño, de un tajazo, echaba a lo lejos el panal creyendo que era un maleficio que los otros partidarios le habían echado por tener tanto éxito en sus parcelas. Después de machetear la miel entraba en la cocina y cuidadosamente limpiaba el filo del curvo masticando, obcecado, su mascada y dicien­do:

– Estos panales de mierda me tienen el culo lleno de espinas. Un día de estos voy a descubrir quien lo hace y por qué, pues algo me di­ce que la miel no era para mí… ipeos, repeos y recontrapeos! – grita­ba dando con el curvo contra el horcón de la cocina.


Juan Prado se enteró en las galleras de los Montes de Oca, por bo­ca de unos partidarios, de los amoríos de su mujer con Eladio Lucanor. Su rostro no reflejó ningún vestigio de ira ni contestó nada a sus pai­sanos. Miró fijamente a Asunto Montes de Oca y escupió varias veces antes de salir de la gallera. Fue directo a la casa vivienda. Entró en la sala, donde Clara Estupiñan estaba reclinada en su sillón abanicándo­se con el sándalo.

– ¿Usted ha visto a su sobrino Eladio? – pregunté) el isleño sin ape­nas mirar a la mujer.

– No está en la casa – contestó –, anda por los potreros, mató una res y la está vendiendo a los partidarios.

– Vine a pedirle la escopeta de perdigones. Hay un bando de le­chuzas en los alrededores que no me deja dormir.

La mujer dejó de abanicarse y dijo:

– Está en su lugar de siempre, vaya y cójala.

Eladio después que vendió la carne del toro cavé) una zanja en la tierra del potrero y enterró los desperdicios del animal y fue a sentar­se a la sombra de los árboles.

La tarde languidecía en un contraste de colores y el sol se hundía con todos sus fuegos en el naranjal, el follaje parecía liquidar la tarde y el aire suave refrescaba.

Terminó Eladio de contar el dinero y lo envolvió en el pañuelo, guardándolo en el bolsillo de su pantalón. Tenía la camisa llena de san­gre y el pecho, pues había sido muy trabajoso matar al toro. Eladio estaba absorto, agarrado de las ramas del flamboyán que arrastraba sus flores. No tuvo tiempo de defenderse. La primera descarga lo sa­cudió en seco, y lo viró por completo hacia el árbol. La segunda y ter­cera descarga le hicieron balancearse y caer sobre las ramas de flores rojas que lo cubrieron en el suelo. La última imagen al descender en el follaje que tuvo Eladio fue la bacinilla de iglesia en el centro de la sala familiar y el humo nublándole los ojos. Allí cubierto por las flo­res, la sangre y la tierra, quedó su cuerpo sin vida toda la noche sin descubrirse.


El isleño Juan Prado se dio a la fuga. Prófugo de la justicia se es­condió en un lugar seguro y estuvo en él siete años al cabo de los cua­les retornó en un barco de carga hacia Palma de Mallorca.

Jimena La Guardia consiguió el permiso de Enviado Lucanor pa­ra que le fuera entregado el cuerpo de su amado y sepultarlo en el jardín. A los nueve meses nació su ¡tija, fruto de aquellos días de amor. A la niña la inscribieron en el juzgado municipal y llevó el apellido de los Lucanor.

Vivieron las dos alejadas y solitarias y nadie nunca las vio salir de los alrededores. Sólo Enviado Lucanor las visitaba y les llevaba algún dinero, pero cuando ya no lo hizo más también siguieron viviendo en la soledad de aquellas tierras.

13

Aparición

Para mantener olorosa la ropa interior y las de cama se coloca en las gave­tas de los armarios los jabones de olor que se tiene para el uso de la casa. Pero Pola Lucanor encontró un método mejor y más fragante que no sólo perfu­maba las gavetas sino todos los rincones.

En las noches cuando se le aparecía la visión de Felipa San Pedro ella cogía un paño en la mano y aguardaba con él; Felipa llegaba y con toda esa agua que soltaban sus cabellos y el cuerpo iba dejando un rastro líquido y perfumado y Pola lo recogía con el paño para después ponerla en sus arma­rios y en todos lo que necesitaba perfumar.

SAN ARCADIO

San Arcadio era una calle próspera, adoquinada y grisácea en su pavi­mento. Tenía un ambiente mercantil y un colorido insuperable, las re­jas blancas de las casas se alzaban en lo alto de la calle y toldos multi­colores asomaban sus franjas para adornarla.

El de los tejedores de sombrero era el más vistoso, en el interior del puesto dos viejos, de manos hábiles y callosas, tejían con gran rapi­dez. Eran rostros, donde las arrugas habían hecho profundos cauces y el sudor se agolpaba; atendían con esmero el minucioso tejido, pe­ro si alguien venía a preguntar algo, los ojos de los tejedores viajaban por el rostro sin dejar el trabajo, respondían lo que tuvieran que de­cir y volvían de nuevo al encantamiento de su labor.

Los vendedores ambulantes anunciaban la mercancía en un pregón lastimero y casi mágico, una fila de muchachos llevaban siempre con­sigo. Las pregoneras pasa­ban cadenciosas frente a los toldos, exhi­biendo su mercancía interna y externa.

Los puestos o toldos de frutas eran abundantes: cestos de mangos amarillos y rojos, naranjas de injerto y de lima, mameyes grandes y el zapote conocido en el lugar como níspero y las olorosas guayabas del Perú y muy cerca de ellas el melón de Castilla, picado a la mitad para que el comprador viera el corazón de la fruta.

Un poco más allá de la frutería las aves cantoras en sus jaulas que eran verdaderos objetos de arte.

Al final de la calle estaba la lechería de las viudas con su carretón blanco que llevaba las cántaras de leche espumosa a vender a las puer­tas de las casas. También se oía a lo lejos el pregón del vendedor de baratijas que llevaba un tablero colgado en su cuello y en el un sinnú­mero de objetos disímiles que eran muy socorridos, además de lucir un sombrero de copa grande en el que también exhibía la mercancía. Todo esto, además del aire fresco que siempre corría por los enreja­dos de las casas y en la pequeña pérgola de nogal, hacían de San Arcadio un lugar inolvidable. Las flores grandes de mar pacifico y el trino de las aves que anidaban en el ciprés para desde allí acompañar el canto de las otras, las cautivas, que adornaban las jaulas de los vendedores, todo esto y más era esa calle. Y desde lo alto de la cera, en el número 4, Pola con un bebé en los brazos daba de comer migajas a las palo­mas, que a una misma hora todas las tardes venían por su alimento.

Pola tenía ya cuatro hijos, tres hembras y un varón y desde la pri­mera hija Andrea Isabel, se había distanciado de su marido. Dormían en cuartos separados pero él la buscaba esporádicamente, reclamán­dole sus deberes de esposa y era entonces que Pola quedaba embara­zada. Su separación fue a causa de la infidelidad de él. Silverio Rosendi tenía una amante en las cercanías del ingenio y ella los había encon­trado juntos en varias ocasiones.


Pola fumaba a escondidas pero ese día que estaba en las faenas de la casa se olvido del cigarrillo y pasó con un cubo de agua y el cigarro en la boca frente a su marido que haciéndose el que no había visto na­da siguió sacando las innumerables cuentas de aquella larga hoja de papel donde llevaba la contabilidad del ingenio.

Así, sin proponérselo, se fue haciendo una costumbre y casi nor­mal que fumara. Esa tarde, cuando terminó de planchar ayudada por su hija Andrea Isabel, recogió la ropa y la puso en los armarios, retiró las planchas del carbón y apagó el anafre, entró en la sala y acercán­dose al marido le pidió un cigarro, Silverio Rosendi la miró fríamen­te:

– Este es el último que fumas, Pola, para fumar hay que tener di­nero.

La muchacha sintió que la sangre se le había agolpado en la cara y que los latidos de su corazón se sentían en toda la casa y de un ma­notazo hizo saltar el cigarrillo que él le extendía, haciéndolo pedazos en el piso de madera de la sala contra su pie y con una ira sorda dijo:

– ¡Desde mañana trabajaré para comprarme los cigarros! – y brus­camente dio la espalda y se fue a su cuarto.

Esa noche Pola no pudo dormir y se levantó varias veces a caminar por la sala. A las tres de la madrugada parada frente a la “caja de agua” pensó en su padre y en sus hermanos con una tristeza casi infantil y mientras tomaba el agua la sobresaltó una penumbra verde-azulosa que venía desde la puerta. Hasta allí se encaminó y su sorpresa fue grande, le temblaron las manos y el vaso que traía rodó hasta sus pies sin romperse. Muy cerca de ella, con el pelo mojado al igual que su cuerpo, y vestida de blanco estaba Felipa San Pedro. Un perfume de yerba recién cortada y a flor de colonia inundó el lugar.

– ¿Volviste? – exclamó Pola sorprendida. Desde los años en que na­ció su primera hija, Pola no había visto más a la muerta, pero ahora estaba allí, como tantas veces la viera en su vida. La muchacha, des­pués de recobrarse de la sorpresa, fue hasta el armario donde estaba el candelabro y encendió una vela descolorida que quedó desde la úl­tima aparición; cuando volvió, va Felipa no estaba.

Unos toques fuertes la hicieron dejar el candelabro y encaminarse a la puerta, No era hora para visitas, pensó ella sobresaltada y por otra parte los golpes en la puerta eran de urgencia...

– ¿Quién es? – preguntó nerviosa.

– ¡Sonaos la autoridad…abra la puerta enseguida!

En esos momentos llegó a la sala su marido y la hija mayor. Pola, ayudada por ellos, quitó la tranca de la puerta y abrió. Dos guardias encapotados y con linternas en las manos se presentaron. Venían bus­cando a Felo Lucanor.

– Sabemos que su hermano está alzado por esta zona conspirando contra el gobierno. Mejor nos dice su paradero por el bien suyo y de su familia.

Y Pola, tratando de parecer serena respondió:

– Mi hermano Felo no es lo que ustedes dicen. El respeta a la au­toridad… anda por la tierras del Llamagual ayudando a papá en el cam­po.

Los dos hombres se miraron y uno de ellos dió unos pasos acercán­dose al grupo que hacía Pola, su marido y su hija...

– Señora, le repito que su hermano está conspirando y que le va­mos a partir los cojones si lo agarramos. Dígale que el Sargento Ayala estuvo por aquí y que se presente en el cuartel, así le respetaremos su vida, por que si no lo hace la próxima vez que vengamos por él no será tan tranquila la cosa Los guardias salieron de la casa y más tarde se oyó el galope de los caballos alejarse.

En la sala, sin aliento, más pálida que la aparición de Felipa San Pedro, estaba Pola. Aún atontado por el acontecimiento, Silverio Rosendi, torpemente la sentó en el sillón y pidió a su hija que le tra­jera un vaso de agua. A los pocos segundo regresó Andrea con el va­so. Pola tomó el agua aún temblando y dijo:

– ¡Lo van a matar…Felipa vino esta noche para avisarme!

La niña se acercó a Pola y le acarició el cabello.

– Mama, tío Felo está bien. Yo lo escondí en el cesto de la ropa su­cia que está en el sótano. El vino al oscurecer y se acostó en mi cuar­to, pero cuando oyó los toques en la puerta se puso muy nervioso y a mí se me ocurrió meterlo en el sótano…

La niña no terminó de decir la frase cuando un manotazo certero le cruzó el rostro haciéndola estremecer. Pola gritó abrazando la niña. Silverio Rosendi abrió la puerta de la calle y desde allí sentenció:

– ¡Me voy a la romana. Cuando regrese no puede estar aquí tu her­mano. Así que mueve el culo rápido y sácalo de la casa!

Un portazo se dejó oír y las dos quedaron abrazadas mientras los demás hijos llegaban en ese momento.

Pola, ayudada por su hija Andrea, fue a sacar del sótano a Pelo Lucanor.

– Toma estos cinco pesos y huye enseguida. Mi marido no tardará y no puedes estar aquí cuando regrese porque es capaz de entregarte a las autoridades – así dijo Pola ayudando a salir de la cesta a su her­mano. Este sin decir palabras las besó en la frente y salió por la puer­ta trasera. Horas más tarde, cuando Silverio regresó de la romana, le comunicó a su mujer que su hermano junto con los hombres del galle­guito Cepeda esa mañana había tomado el poblado.

14

Benigno, el vendedor

Viajaba la comarca con dos muías cargadas de mercancías. Compraba al por mayor casi en el otro extremo del país e iba a revenderlo a los campos.

En las alforjas de las muías, llevaba de todo Zo que uno pudiera imagi­nar: capas de agua de nylon de colores para mujeres y gruesas para los hom­bres, manteles, sobrecamas, abanicos, calzado fino, bisutería, linternas, al­pargatas, figuras de porcelana del todo el reinado de Luís XV, tapices per­sas, collares de perlas, relojes de bolsillos. Y hasta en su vejez trajo vendien­do “ el gallo tapado”, y al que se lo sacara le daba un rclojito con enchape de oro o una sortija de agua marina.

Montado en su caballo y tras él las dos muías cargadas, llegaba a los ca­seríos.

Todo lo que usaron los Borges y los Lucanor desde lo más costoso hasta las baratijas incluyendo el par de alpargatas que Paula le cambió por una do­cena de huevos de quícara, para su padre, lo trajo Benigno, el vendedor al lomo de sus muías.

EXCUSE BARAJA

Anochecía en el Llamagual. La casa del traspatio se alumbraba tenue­mente por la lámpara de aceite de la sala y un suave aire llegaba del portal. Olalla Barquero, sentada en el sillón, cosía los calcetines de su marido que, absorto sentado en el taburete, y ayudado por un pequeño tablero de torcedor, hacía el rústico tabaco para la fuma del día si­guiente. Olalla, con sus ojazos de ave nocturna suspiró diciendo:

– Mañana temprano me voy a casa de Olimpia. Me avisaron que dejó al marido y a los hijos y trajo a vivir con ella a la tienda a Juan Catalán, el cornetín.

Enviado Lucanor, sin dejar de alisar las hojas de tabaco, contestó:

– No olvides poner los cerrojos en la puerta.

Las palabras suaves y bajas del andaluz quedaron vagando un rato por la sala unidas a un tararear nostálgico y amargo.

Se habían quedado solos en la casa del traspatio y esa noche él tu­vo la sensación nuevamente que tendría esa soledad hasta la muerte. Ya allí, con la cabeza apoyada en la mesa después de torcer el tabaco, entró en un sopor muy parecido al sueño hasta que la algarabía de los gallos y el ladrido de los perros de los isleños Montes de Oca lo hi­cieron saltar del taburete, machete en mano, como en los tiempos de su juventud y salió al patio. Toda la vastedad del amanecer le asaltó el rostro. La densa niebla le trajo un escalofrío casi febril. Se abotonó la chamarreta gris y respiró profundo. A sus espaldas la voz grave de su mujer resonó.

– El café queda en el jarro y tienes tasajo en el excuse baraja. Yo no sé cuándo podré regresar, quizás dentro de dos días o la semana en­trante –. Enviado Lucanor sin volver la vista, se limpió el pecho to­siendo varias veces y lanzando un escupitazo espumoso y profundo que se perdió en la neblina del patio, decidió entrar a la casa.

Olalla Barquero no regresó más a los naranjales. Cuando llegó a la pequeña tienda de muñecas de trapo donde su hija era feliz con su nuevo amor ( un músico de la Banda Municipal que la amaba desde los días en que ella empezó su modesto comercio de muñecas).


Al llegar le dio un dolor en el pecho y muy pálida y sudorosa fue a sentarse en la tienda. Estaba rodeada de muñecas por todas partes, ca­si tenían su propia estatura y hasta se parecían a ella, como si la hija se hubiera inspirado en su físico para realizarlas. Todas con saya de colador y moños en la nuca por lo que ella misma parecía una de aque­llas muñecas.

Al llegar el médico no supo a quien atender y tuvo que desalojar la muñequería para poder definir a la verdadera Olalla Barquero.

El médico la reconoció y miró fijamente a la hija que en esos mo­mentos entraba con un enorme abanico. Segundo después, con una frase de rutina, puntualizó:

– No hay nada que hacer. Tu madre falleció.


Allí mismo fue el velorio. Se quitó el mostrador del establecimien­to y en su lugar pusieron el pequeño ataúd blanco. A las muñecas las colocaron por las esquinas y más parecía un velorio de juguete que verídico, aunque sin abandonar su tétrico aspecto. Encima de la par­te superior del féretro Olimpia sentó la muñeca más costosa que había terminado y encendió cuatro paquetes de velas alrededor de la caja. Ella, Juan Catalán el cornetín, y Enviado Lucanor fueron los únicos dolientes pues ninguno de sus hijastros fue al velorio; bastante la habían visto viva, exclamó Pola Lucanor cuando se enteró de la noticia.

El entierro fue solitario e incómodo por coincidir con un día de fiesta nacional lo que hizo ausentar a los sepultureros. A mucho rogar uno de ellos dejó la fanfarria y el aguar­diente y ayudado por Enviado Lucanor cavó la fosa donde enterraron a Olalla. En uno de los extre­mos clavaron una cruz rústica pintada de blanco, con tanta pre­mu­ra que tenía todos los dedos marcados de Juan Catalán, en la madera re­sal­ta­ban tres letras hechas con chapucería EPD (en paz descanse).

Esa misma tarde regresó el andaluz a su casa más sombrío y solita­rio que nunca. Era la tercera vez que asistía al funeral de una esposa y sería la última pues desde que muriera Ciria Borges, él había sepulta­do también las ilusiones de juventud. Amó tanto a sus dos primeras mujeres que para Olalla no quedó casi nada, sólo el apetito carnal de hombre saludable y la fogosidad de ella, que lo hizo olvidar por un tiempo a los grandes amores que la antecedieron.

Recordó como la conoció en las galleras al poco tiempo de enviu­dar por segunda vez y la vio por un instante frente a él, serena, guiñán­dole los ojos de ave nocturna y sonriéndole provocativamente y gra­ciosa. No fue la maravilla de mujer que él tuvo la suerte de querer pe­ro si le gustó desde que la vio recogiendo las apuestas a la entrada de las vallas de don Luís el colorado.


Enviado Lucanor recogió las pertenencias de la finada y se fue al Campo del Muerto y las quemó. Se sentó cerca de la hoguera y se ol­vidó del mundo, pero la voz de su hija Pola lo hizo volverse sobresal­tado:

– Padre, vine a buscarlo para que se vaya conmigo.

El hombre se ajustó el cinto grueso que se había soltado para des­cansar:

– No Pola, regresa a tu casa que yo me las arreglaré… tengo algu­nas cosas que hacer.

Por más que trató Pola de convencerlo, no logró nada, sólo la pro­mesa de que en algunos días iría a verla y de paso les dejaba unos sa­cos de naranja para los nietos. La acompañó hasta el caballo y Pola lo besó antes de partir. Allí, viéndola alejarse, se quedó el padre hasta que la cabalgadura desapareció en la curva del camino.


A partir de la muerte de Olalla jamás se fijó seriamente en una mu­jer, y solo de vez en cuando, iba al Puente de Lajas a ver a las Mingas, mujeres de la vida como se les decía en los alrededores.

El lugar tenía aspecto de campamento, rodeado de árboles y de pe­queñas eleva­ciones rocosas, el río era limítrofe con la propiedad de los Borges y corría por debajo de la casa. Tenían ellas unos docena de pe­rros satos que formaban una verdadera jauría cuando alguien se acer­caba y el propio visitante tenía que ayudar a guardar a los perros; más tarde, ya dentro de la casa, venía la mayor de las Mingas y le asigna­ba varias obligaciones, antes de atenderlo, tales como traer dos cubos de agua del ma­nan­tial cercano y picar con el hacha algunas rajas de leña para hacer un buen café o clavar un clavo en la pared para colgar los sombreros, de manera que en aquella casa habían tantos clavos co­mo visitantes acudían al lugar. De ahí una copla popular o estrofilla que cantaban los más jóvenes:

”A casa de las Mingas
Ya no se puede llegar
La probrecita es muy puta
Pero le gusta clavar.”

A Enviado Lucanor no tenían que mandarlo pues el mismo iba di­recto a la cocina y cogía los cubos para traer el agua, después rajaba leña y la colocaba debajo del fogón bien picada y entonces como amo absoluto, hacía el café mientras ellas realizaban su faena. El trabajo con los clientes era parte de un todo, de la propia vida miserable de las Mingas y así el que las frecuentaba no le quedaba más remedio que hacerse un poco de hombre de familia allí, aunque fuera por dos o más horas. Todos cooperaban con la armonía que debía reinar en el hogar aunque fuera en esa forma tan especial. Cuantas veces Enviado Lucanor antes de unirse con Olalla Barquero tuvo que rajar la leña, ordeñarles las chivas, trillarles el arroz de la cosecha y hasta curarle los piojos a aquella “endemoniada criatura” como él le decía, pues tenía con dos años una cabellera tan roja y ensortijada que era una verdadera bata­lla campal encontrarle las liendres.

Por eso aquella tarde que el andaluz llegó a casa de las Mingas y procuró mujer, un machete sonó como un estruendo en las tablas de la mesa de comer y un tropel de palabrotas resonaron en el interior de los cuartos “¡Mujeres de la vida, putas de mierda, cojones y cojinetes… como me hacen esto a mil…”

La más joven de las Mingas, una muchachita lindísima, con el ca­bello ensortijado y rojo, bajó la cabeza y dijo: “no se ponga así, don Enviado, ahora viene mi prima para atenderlo, lo que pasa es que mi abuela no se acordaba que era usted quien me curaba los piojos”.


La prima de la muchacha era tan joven como ella pero por lo me­nos él no había tenido nada que ver con sil infancia. Esto era lo que se repetía para sí cuando la vio aparecer contoneándose y sonriente. La chiquilla no rebasaba los quince años y desde los trece ejercía la prostitución. Empezaba con la muchacha un juego erótico que dura­ba horas. Ella llevaba la iniciativa y él la secundaba. Le daba de beber en un güiro, miel con ron y después se llenaba los senos con esta be­bida para que él entonces lo saboreara con su lengua, en un goloseo tal que esa caricia era la que mas duraba. Mas tarde se metía en un ba­rril con agua lluvia en el patio y desnuda regre­saba a resbalarse por to­do el cuerpo de él hasta que caían envueltos en el sabañón de retazos para terminar.

Enviado Lucanor acababa muy extenuado pues no lo acompaña­ban sus tuerzas de antaño. Después sacaba del bolsillo varias pesetas y buscaba a la más viejas de las Mingas y se acurrucaba con aquella mujer huesuda, de boca grande y jugosa que sonreía siempre y pasa­ba con ella el resto del día, abrazado como un hijo amantísimo. Ya en­trada la noche la mujer lo metía en el barril y le daba un baño, luego tiernamente lo secaba le ponía la ropa y le calzaba las polainas. El la abrazaba nuevamente y era entonces que abandonaba la casa del Puente de las Lajas. Al llegar a los naranjales respiraba profundo y entraba a la casa por la cocina. Buscaba el tasajo con boniato del excuse baraja y comía con apetito. Después tomaba su café carretero y se sentaba al lado del sahumerio a deleitarse con su tabaco hasta que el sueño lo vencía.

15

El avispero

Treinta y cinco días duró el avispero en la espalda. Una especie de fístula purulenta que tiene siete bocas y que suelta un líquido o musgo que parece que no sanará jamás. El enfermo de avispero contrae, además del tumor, unas fiebres muy altas y delira jrccuentcmente. Hay que aliviarlo utilizando compresas de agua fresca de guayabo o ponerle encima de la ñañara una rana ya adulta y bien alimentada de esas que está a punto de cantar en el aljibe.

ONDINA

Ya Pola Lucanor había criado a sus hijos y aún conservaba lozanía y fuerza para dominar la casa. Sus hijos eran de caracteres muy distin­tos entre sí y ninguno heredó su practicidad ni su entereza.

Andrea era la mayor, diminuta, encerrada en sí misma y triste. Leonor y Angela eran fuertes, altas y despuntaban en una pubertad atrevida y exuberante que daba que pensar.. El varón por su parte era un mozalbete iracundo con un carácter oscuro e irritable que no re­sistía la luz. Pola había tapiado todas las ventanas y hendijas de su cuar­to para que pudiera estar encerrado y tranquilo sin molestar a los demás.

“Su problema no era de la vista” – aseguraba Silverio Rosendi, que lo había hecho examinar por un oculista sin encontrarle ningún mal. Pero lo cierto era que el muchachón fuerte, de tez rubia y mirada am­barina, sólo encontraba la paz donde reinara la penumbra.

Pola aún trabajaba en la fábrica de tabacos y Silverio seguía de con­table en el ingenio. Las dos hijas menores habían comenzado a traba­jar con ella y el varón, muy a pesar de él, era aprendiz de máquinas en el central.

Andrea, se quedaba en la casa haciendo todos los quehaceres pues no quiso nunca salir a trabajar; gustaba de las labores manuales y domésticas. Por aquellos días, quizás por embullo de las amigas o por la euforia de las fiestas de las navidades que ya se acercaban, se com­prometió a escondidas con un muchacho hijo de una compañera de su madre de la tabaquería. Diariamente se veían en la casa cuando ella se quedaba sola o en los matorrales cercanos. El noviazgo oculto duró hasta que no se pudo esconder más dada la apariencia física de Andrea.


La huída del novio, tras el nacimiento de Ondina, corrió como un trillo de agua a desnivel en la barriada. No hubo vecino o visitante que no supiera que la hija de Pola Lucanor había parido sin casarse y en el deshonor.

La casa se volvió un infierno y Silverio Rosendi ordenó encerrar a Andrea con la cría hasta que se apaciguaran los comentarios. Pola en­traba en el dormitorio donde Andrea, negada a comer, se consumía más pálida cada día y contraída por una rabia parecida a la de Paula Lucanor. Las hermanas, a cada rato iban a escondidas a ver a la niña y hasta Silverio hacía lo mismo y se extasiaba con ella. Sólo el herma­no de Andrea no entraba a la habitación pues el mismo día del alum­bramiento dio una golpiza al huidizo novio a quien le hizo saltar to­dos los dientes.

Pola se encariñó tanto con la bebira que se la llevó a dormir con ella y la atendía como atendió a sus propios hijos. Andrea enferma y más triste que una dormidera después de rozarla el vendaval, salió de su encierro el día que Framil, el viejo médico de la familia, ya casi en plena decrepitud, dijo sentencioso: “A esta muchacha le falta muy po­co para contraer la tisis, corran con ella y aliméntenla con tuétano de res y plátano pintón, que tome leche de vaca búfala y que la tome cer­ca de la ubre, ahí mismo donde se ordeña al animal y además que be­ba seis o siete pontos de Salsa Parrilla tres veces al día. Si hacen esto al pie de la letra puede que se salve”.

De nada valió que Silverio Rosendi corriera a casa de sus herma­nas acaudaladas, dueñas de haciendas y centrales y llevara a la joven a comer tuétano de res y a tomar leche pura de búfala, además de va­ciar el estante de la botica de Onésinto el Manso, quien le dio hasta el último de los lustrosos frascos de reconstituyente, a los tres meses Andrea seguía como una cera y con fiebre palúdica que le duraron un año exactamente. Todo quedó así en la espera de que el Todopoderoso decidiera la orfandad de Ondina y por eso una mañana soleada del mes de septiembre, cuando la niña tenía dos años, Pola Lucanor y su marido decidieron, a espaldas de la madre, inscribir a la niña como hi­ja de ellos mientras que Andrea seguía acostada en la cama, con la al­mohada en la cabeza, negada a comer v a salir de allí.

Así fue como Ondina tomó los apellidos de sus abuelos maternos y fue inscrita con cuatro años más. Ondina pasó a ser la hija de los abuelos, la hermana de su madre y de sus tíos como también pasó a ser la nieta de su bisabuelo, el andaluz Enviado Lucanor.

Ondina era retraída pero muy simpática y ya en sus primeros años afloraron en su carácter rasgos muy definidos de generosidad. A los tres años recogía todos los zapatos de la casa y los llevaba a la de al la­do, una especie de cindadela donde vivían varios haitianos y en la que había uno que ella quería mucho: Wilson, un vejo haitia­no que ape­nas hablaba el español y que nunca se puso zapatos. Ondina ponía, ante sus pies anchos y encallecidos, todos los zapatos de la familia. Tanto fue el afán de la niña por calzar a Wilson que cuando Pola cobró la quincena en la tabaquería compró un par de botas para el viejo hai­tiano y fue hasta su cuarto, acompañada, de la niña para entregárse­las; él la miró con lágrimas en los ojos viendo la niña tratando de ponér­selas. Las calzó con dificultad y así estuvo varios días pero después las fue dejando al lado del camastro donde dormía para finalmente vol­ver a su costumbre de andar la vida sin nada que le atara el paso.


Por esos días la familia de Pola empezó a dispersarse repentina­mente. Las hermanas y el hermano varón se fueron de la casa en bus­ca de trabajo y Andrea salió de su neurosis y enfermedad; empezó a comer y dejó la cama definitivamente. Y aprovechando que su madre estaba en el trabajo recogió en una maleta de cartón a cuadros, sus pertenencias y las de su hija y se fue en un gasear que pasaba al me­diodía, y que la llevó al lugar donde al anochecer se cogía el pisicorre del Gallo, lleno de fango por todas partes. Bajo una densa neblina llegó Andrea y su hija a la casa de Mara Lucanor.

– Allí no estuvimos mucho tiempo pero a mí me gustó el lugar. Se comía en una mesa larga, con mantel de hilo y servilletas. A la cabeza de la mesa se sentaba el chino Yan, dueño de la casa y marido de Mara. Recuerdo que mi madre hacía todos los quehaceres además de coci­nar a los polacos de al lado que tenían la tienda mayor del barrio. Tengo muchos recuerdos de aquel lugar y el hecho más impresionan­te fue el día que me llevaron al Hotel Saratoga a ver la televisión y cuando salimos estaba la calle llena de policías vestidos de azul y con el palo de reglamento en la mano, amenazantes. En esa ocasión lloré mucho al creer que los policías estaban allí para prohibir la televisión, pero mi madre, conmigo en brazos, me llevó a la casa y muy asusta­da entrando en la sala dijo: “El hombre cogió otra vez el poder. Acaba de dar un golpe de estado, me enteré en la calle”.


Allí conocí el teatro. Los muchachos de María la de Carlos hicie­ron un teatro con estrado y todo, se disfrazaron de negrito, de baila­rina y de señor y señora. No recuerdo que se decía pero sí que se hacía. El recuerdo más nítido que tengo es el olor, a veces lo percibo sin ve­nir al caso. Ese aroma del tabloncillo y de los cortinajes, lo tengo aún en la memoria como aquel día en que miraba asombrada todos los movimientos de mis amigos grandes, sentada en las piernas de Juan José, el que más me quería, y en mi mano, apretado, tenía el botón de nácar que Fruma, la polaca, me regaló para pagar mi entrada a la fun­ción. También conocí el circo. Una de las cosas más importantes pa­ra mí en aquellos días. Me fascinó la familia Duarte; eran magos, acró­batas y payasos, traían dos niños, un varón y una hembra y bailaban la rumba, detrás de las gemelas, Zenaida y Zobeida. A la entrada de la carpa estaban retratadas en trajes de mamboletas anunciando la fun­ción y eran tan bellas que yo siempre quise ser como Zenaida y Zobeida. Ellas me regalaron una foto que guardé entre mis vestidos en la maleta de cartón, pero al poco tiempo desapareció, supe que fue mi madre quien la cogió porque siempre dijo: “que una niña no debía tener a esas mujeres, casi encueras, de amigas”… La pérdida de la fo­to me dio mucha tristeza y a los pocos días se marchó el circo. También, mi madre y yo, al día siguiente, salimos muy temprano, casi de ma­drugada y nuevamente cogimos el pisicorre del Gallo y en un lugar llamado “La Rana” nos bajamos a almorzar, había mucho polvo y grandes lomás. Mi madre asegura que nunca pasamos por allí pero sé firmemente que fui y vine de la casa de la tía Mara por un desierto, bajo un¿t niebla y por un empinado camino que volcaba el corazón cuando el vehículo se precipitaba hacia abajo. “La Rana” en mi me­moria existe, está, tiene que ser como la describo aunque mi madre asegure lo contrario.

Del pisicorre del Gallo nos bajamos al atardecer y llegamos a otro lugar. Era una ciudad de enrejados que parecían encajes y calles em­pedradas y limpias. Casi una semana estuvimos parando en casa del viejo de la virtud, nombre que le puse a Fermín López pues tenía una barriga tan descomunal que enseguida quise tocarla y le pregunté por que la tenía así, a lo que de inmediato contestó: “iAy hija mía, esa es una virtud!”, de ahí que cambiara su nombre para siempre aunque fuera yo la única que lo llamara así. Después de pasada la primera se­mana mi madre nuevamente recogió las cosas y nos fuimos al ama­necer sin despedirnos; recuerdo que al bajar los primeros peldaños de la casa, que se alzaba en una inclinación de la calle San Bruno, miré hacía atrás y vi al viejo de la virtud diciéndome adiós desde la puerta. Jamas volvimos a vernos ni regresé a su casa. Al anochecer de ese día llegamos a “La Reguera”, un lugar tan hermoso como irreal; era un llano de casas blancas, de techos rojos, con rejas de madera y grandes sembrados de flores que lo rodeaban todo. “Aquí viven los america­nos” – decía mi madre al pasar por las floridas sendas “pero no veni­mos para este lugar, aún tenemos que seguir camino. Vamos para ca­sa de tío Juan. Allí hay muchos niños para jugar y verás qué cría de gallinas coloradas tiene la tía Carmen y la pasarás muy bien”… Esas palabras jamás se me fueron de mi memoria, por eso cuando alguien me dice: “la pasarás muy bien” un escalofrío me recorre las piernas y se me entrelaza la glotis con la epiglotis.


Desde las sendas floridas de “La Reguera” mi madre me señaló a lo lejos el techo de tejas que se divisaba en medio de los árboles en una elevación, era la casa del tío Juan. Cuando ya casi estuvimos borde­ando el camino de la entrada no me pareció que estuviéramos encima de la loma, todo a mis pies era plano y la vegetación no se veía incli­nada, miré hacia atrás y vi abajo ”La Reguera” con todas sus flores y casas como algo muy distante. El camino era de tierra roja y polvo­rienta. Mi madre musitó cambiando la maleta para la otra mano “aquí hay una polvacera de los mil demonios”. Yo casi no le presté atención. Las matas de anón eran tan bellas y llenas de fruto que hicimos una pausa y me subió a sus hombros para coger uno. Lo partimos a la mi­tad y continuamos camino. A los pocos minutos entramos por un sen­dero de girasoles gigantescos que daban al portal amplio de la casa. La puerta estaba abierta y la tía Carmen nos recibió sonriente, secan­do sus manos en el largo delantal. Ya en la espaciosa sala nos senta­mos exhaustas, nos dieron agua y champola de anón y este me pare­ció menos delicioso que el del camino. Llegó a la sala el tío Juan, car­gando a su nieta, una niña más o menos con mi edad. El tío era un hombre fuerte, alto y trigueño. No se parecía en nada a mi abuelo, aquel que un día Olalla Barquero, casó con mi abuela Pola embulla­da con su porte de hombre rubio de ciudad y su buena caligrafía. El tío Juan nos saludó sin bajar la nieta de sus brazos. La pequeña tenía un tabaquito fino en la boca, mi madre y yo nos quedamos estupe­factas, el hombrote, que si tenía la ironía de la familia muy marcada como único rasgo hereditario, se dio cuenta enseguida de nuestro asombro y bajó a la niña y la acercó a mi diciéndole “vamos china, fu­ma un poquito para que esta prima del pueblo vea como aquí se ha­cen cosas” y diciendo esto se fue riendo para el interior de la casa, la niña exhaló soltando una humareda tal en mi cara que me hizo llorar y de pronto en el caballete de la casa se posó un bando de lechuzas que empezaron a cantar estrepitosamente, el resto de la familia que no nos había visto llegó, pero no para vernos a nosotras sino a las lechuzas, pues el hecho de ver allí a aquellos pájaros era tan insólito a esa hora, que todos gritaron a coros: ¡Sola vaya! y Carmen Soria se persignó tres veces y dijo “aquí va a pasar algo muy malo que Dios el Santísimo y la Santa Lorcta nos proteja”. Esa noche las palomas no fueron al pa­lo, se acurrucaron en los rincones de la casa y parecían dormir. A no­sotros nos acomodaron en un cuarto amplio que tenía varias camas, mi madre y yo dormimos con la niña que fumaba tabacos y en la otra cama las dos hijas mayores del tío, que para mi eran unas mujeres muy viejas pues tenían treinta años; una de ellas era gaga y la otra estaba de paso pues estudiaba en la ciudad y venía esporádicamente a la ca­sa. En la última cama pegada a la pared y que daba al portal y debajo de la ventana dormía Lulo el hijo menor, tenía veinte años y era de piel muy blanca, con el cuello rojo y las mejillas como si tuviera la san­gre queriéndose salir de sus arterias, el pelo cortado a lo alemán y los ojos azulosos, ese azul indeciso que en el rostro se pierde y da algu­nas veces la impresión de melancolía e inseguridad. Así mismo lo des­cribió mi madre en su vejez, cuando le pregunté por él “era un mu­chacho tímido e inseguro”, me dijo.

En la habitación contigua dormía el tío Juan y la tía Carmen, aún el tío gustaba de los placeres del amor y no dejaba a nadie dormir con ellos. En el último cuarto dormía el hijo mayor Isacc con su esposa, una mujer casi albina de boca grande y risueña, que todas las noches dándole cuerda al fonógrafo bailaba completamente desnuda en la sa­la. Y en la cocina enorme se amarraban cuatro hamacas donde dormían los trabajadores de la finca.


Cuando desayunábamos íbamos a jugar pues era tan amplio todo y había tantas flores, árboles frutales y caminos trillados que llevaban al arroyo o al manantial donde estaba la turbina que traía el agua que no podíamos quedarnos sin salir.

Recuerdo que a los pocos días de estar allí vi a la prima Lila hablar bajito con mi madre y mirarme mientras lo hacían. Siempre asocio esa conversación y esas miradas a aquellos baños matinales que me estre­mecían y me hicieron tan infeliz.

La prima Lila, que ostentaba fama de curandera, me sorprendía ca­da mañana tirándome un cubo de agua con yerbas del monte para es­pantar los maleficios que pudiera tener, después mi madre corría a re­cogerme y me secaba con un paño. Después que pasaba el susto y aca­llaban los sollozos profundos mi madre me daba un jarro de leche es­pumosa y la vieja Carmen Soria ponía en medio de la cocina una ca­zuela gigantesca donde había hervido la leche de la mañana, allí nos llamaba para que nos comiéramos la raspa de la leche, que era deli­ciosa. Todos como pequeños animales hacíamos ruido con la cucha­ra en el hierro de la caldera y nos saboreá­bamos, cuando dejábamos limpio el fondo, acto seguido tirábamos la cuchara y nos íbamos co­rriendo. Yo me quedaba detrás y me escabullía y me iba por mi cuen­ta a descubrir nuevos lugares y escondites, así hasta la hora del al­muerzo. A la diez y media sonaba un cencerro y salía corriendo hacia la casa, después de almorzar mi madre me llevaba a la cama que com­partíamos y se afanaba para que durmiera la siesta con ella.

Las tardes eran largas y los muchachos se iban a la escuela y la chi­na y yo nos sentábamos en el portal a jugar con las nubes. La china quiso que aprendiera a fumar pero mi madre siempre vigilaba a la niña para impedírselo. Por las noches oíamos el fonógrafo que había sido de la juventud del tío Juan y que se lo regaló a sus hijos en perfectas condiciones. Todos en la casa iban a oír la novela por radio a “La Reguera” y sólo nos quedábamos mi madre y yo y el primo Isacc con su mujer. Cuando mi madre se dormía en el sillón ellos venían a bai­lar desnudos a la sala. Después del erótico baile frente a nosotros se alejaban a vestirse para esperar a los demás de la familia y también a esperar dentro de la casa que pasara el jinete sin cabeza, montado en su brioso potro blanco que los de allí decían “que brillaba como cin­ta de plata” cuando a galope tendido cruzaba “La Reguera” para de­tenerse en las cercanías de la casa del tío Juan. Así fueron intermina­bles las noches del hombre sin cabeza. Los hábitos de la casa se cam­biaron porque esta aparición era como alguien más de la familia. Si algún miembro de ella salía debía estar antes de las doce de la noche y las fiestas y celebraciones se terminaban alrededor de esa hora. La casa se cerraba y se le ponían a las puertas unas gruesas trancas o ba­rras desde el techo hasta el piso. Se apagaban las luces y sólo se deja­ba una vela encendida en la mesa del comedor. La propia tía Carmen puso en el patio un recipiente grande con agua para que el caballo del muerto saciara la sed de ambos.


Una tarde, ya cayendo la noche, Lulo, el hijo menor del tío Juan, estaba llevando las gallinas hasta el palo, una especie de horqueta que semejaba una escalera. Lulo acomodó las aves y cuando regresaba a la casa vio a un caballo blanco cruzar el patio y alejarse por la cerca de bien vestido que se desgajaba bajo el camino rojizo. Lulo lo siguió y vió al animal meter la cabeza en un sembrado de hortalizas y sacar de cuajo las débiles plantas de zanahorias y ají cachucha. El joven llegó al lugar y el caballo se espantó, parado en dos patas y después salió despavorido llevándose consigo un surco completo de la siembra. Lulo recogió las posturas y las apartó para después resembrarlas, volvió la vista a un lado del terreno y allí vio un objeto resplandeciente que lo hizo moverse rápido y caer de rodillas en la tierra, era una taza de por­celana dorada con flores dibujadas a relieve y más allá se veía el plato de la taza; siguió con la mirada buscando y escarbó la tierra largo ra­to ayudándose con un azadón que estaba al pie de los canteros. Finalmente dio con algo duro. Con las manos terminó removiendo la tierra y sálit) a la luz un baúl o cofre bastante grande, con una ins­cripción que decía: “aquí queda guardado un tesoro, el que lo en­cuentre puede hacer uso de el, nadie más”. Lulo levantó el pesado baúl, lo sacudió y lo cargó en sus hombros hasta la parte de atrás de la ca­sa. Entró a la cocina, buscó un saco y salió de inmediato. Metió el co­fre en el saco y lo cargó como si fuera un fardo de frijoles o arroz y así lo llevó hasta su cuarto. Lulo nunca abrió el baúl, nadie supo porqué él cargó con el tesoro y lo entregó sin abrirlo siquiera a mister Blake, dueño de “La Reguera” ni a su familia se lo confió, sólo a mi madre le dijo lo que había encontrado y que eso era un embrujo y que no quería nada con los muertos.

A los siete días Lulo apareció tirado en el camino y el forense dic­taminó muerte por pateadura de caballo. Mi madre comentó que el primo Lulo no sabía montar y que ella vistió el cadáver y no tenía ningún golpe en el cuerpo.

Después de la tragedia no volvió a pasar el muerto sin cabeza por el patio y a todos se les fue olvidando. Mis tías vinieron por mí el sá­bado y me llevaron con ellas asegurando que al sábado siguiente me traerían de nuevo. Mucho tiempo pasó para volver a ver a mi madre. Tampoco volví aquí, a casa del tío Juan y mucho menos a la florida Reguera.

De regreso me llevaron con mi abuela. Las niñas del barrio vinie­ron a jugar conmigo y me trajeron pequeños regalos, recuerdo a una de ellas que traía en sus manos una alfombrita hecha de yute con te­las de colores, Sarita, que después fue mi mejor amiga, una muñeca de trapo y David un poli negro que decía no se le prestaba a nadie pe­ro terminamos jugando con él todos.

La casa del jinete sin cabeza y los baños de yerbajos al amanecer se me fueron escondiendo dentro y apenas los nombraba. Estaba al lado de mi abuela y con ella aprendía muchas cosas. En las mañanas de ca­mino a la escuela me contaba su vida, de como la habían obligado a casar de catorce años, de la desaparición de su hermana Isabel Fortuna y de los maltratos que recibiera en su infancia por Olalla Barquero. Todo eso creció en mí como mis propios recuerdos, por eso creo que puedo retomarlos a tantos años y contarlos como lo hiciera ella, cla­ro está, soltando muchos nudos que fueron duros de zafar.

16

El Baile

Lo celebraban los isleños Montes de Oca una vez al año cuando los parti­darios terminaban las cosechas y cada uno tenia de diez a veinte duros en los bolsillos para divertirse. En un claro del patio levantaban la glorieta, de guano verde de palma real y con las pencas también adornaban su interior. En uno de los extremos ponían la cantina con un barril lleno de piedras de hielo que traían en un carretón cubiertos de sacos de yute para guardar el frío.


Después metían la cerveza de botellas verdes y ámbar oscuro a enfriar. Detrás del mostrador se freían las empanadas gigantescas que yo no he vuel­to a ver, por lo menos como aquellas. Las hacían de guayaba y picadillo de res. También se organizaba el tiro al blanco y los juegos de conejos que con­sistía en adivinar en que caja iba a entrar el conejo y esto se apostaba y se ganaba o se perdía. Al finalizar los juegos y el tiro al blanco comenzaba el baile, siempre con la misma orquesta y con el mismo saxo; un músico de bi­gotico fino doblado sobre el instrumento que parecía incendiar la noche.

OJOS DE SANTA LUCIA

Pola Lucanor embarcó temprano hacia un poblado cercano al río. Le avisaron que su padre estaba en medio de la calle pidiendo limosnas y que su nuera lo había echado de la casa porque estaba maloliente y cantaba bajito todo el día y lo creyó decrépito. Pola entró en la Estación de Ferrocarriles, pasó por la ventanilla y sacó dos boletos para el tren de regreso. Luego salió a la calle y se detuvo para orientarse. A unos metros de distancia una muchachada, jugando y gritando, corrían de un lado para otro. Dentro del bullicio le pareció reconocer una voz, “denle brecha al culo, mariquitas y maricones, abran paso a la tropa”; Pola de dos zancadas llegó al nudo del zafarrancho, se abrió paso en­tre los muchachones y con el mango de su sombrilla en alto los desa­fió – “Si se atreven a escalabrar a mi padre los capo aquí mismo y les echo los cojoncs a los perros, lo juro por Dios”. Los chiquillos retro­cedieron porque además de Pola ya se habían reunido en el lugar al­gunos curiosos que apoyaban a la pequeñas mujer que sombrilla en mano ayudaba al viejo andaluz a caminar rumbo a la casa de su hijo Felo.

Pola no saludó a la cuñada que abrió la puerta. Entró en el cuarto, recogió las pocas cosas de su padre, incluyendo la bacinilla del sahu­merio que aún brillaba como un prodigio entre las raídas ropas del padre, hizo un envoltorio con ellas y salió a la sala. Enviado Lucanor no quiso tomar el café con leche, frío y natoso, que la nuera había ser­vido. Al salir de la casa Pola llevaba la sombrilla debajo del brazo, el pequeño bulto en la mano y ayudaba a su padre a encaminarse hacia la estación.

Durante el viaje de regreso Enviado Lucanor habló sin parar, so­bre todo se recriminó por su vida pasada, la pérdida de sus dos pri­meras esposas, el rapto de su hija y la suerte que habría corrido… Todo este letárgico discurso tuvo que aguantar Pola sentada al lado de su padre mientras el tren rechinaba oscilante dejando atrás poblados que de pronto se volvían minúsculos, árboles, terrenos baldíos y en culti­vo, pastizales y reses que levantaban sus cabezas por encima de los alambres de púas para ver pasar el tren.


A las siete de la noche ya estaban de regreso en la casa.

Pola besó a su nieta y entró a la cocina. Puso a tibiar agua en el pe­rol y al poco rato baño al anciano de cabeza a los pies, le peló bajito y lo afeitó cuidadosamente con la navaja de su marido. Cuando lo dejó sentado en la sala limpio y perfumado fue a buscarle la comida. Silverio Rosendi que en esos momentos preparaba la comida para Ondina, la miró con reproche para decir de inmediato:

– Te preocupas más por ese viejo guerrillero que por tu marido y tu nieta, en todo el día no se ha comido nada, hasta ahora que hice ese sancocho – señalando para la olla. Pola salió de la cocina con un plato de sopa de arroz y viandas y lo dio a su padre.

Las relaciones entre los dos hombres dentro de la casa se hicieron insostenibles, ya no se hablaron ni siquiera se miraron más. El viejo Lucanor sólo se contentaba con la biznieta, le había tomado gran ca­riño y la llamaba pajarito, nunca tuvo ese acercamiento que tenía con la niña con ninguna de sus hijas, ni con Pola que era su preferida. Todos los días sentada a su lado Ondina oía el cuento, de cuando el bisabuelo llegó en el buque con el hatillo a la espalda, los días de la guerra, las tres esposas, la desaparición de su hija Isabel Fortuna, el avispero en la espalda y los muertos que querían llevárselo en la en­fermedad. Y por último la enseñaba a cantar bajito tonadillas anóni­mas de su tierra, y a encenderle el sahumerio a escondidas de Silverio Rosendi, que lo tenía prohibido terminantemente.

Pola llegaba tarde del trabajo y preparaba la comida, todos comían separados en una discordia total, la niña lo hacía en el portal para to­mar el fresco del atardecer, Rosendi con el plato en la mano, se iba para su cuarto y se encerraba y esperaba allí hasta que el viejo termi­nara de comer, que era el único que comía sentado a la mesa, mien­tras que Pola comía de pie delante del fogón de carbón apurada y fre­gando los demás platos tragaba su bocado.

Sólo en la casa quedaban ellos cuatro pues los hijos se habían ido hacía algún tiempo y una que otra vez ayudaban a la familia con ro­pas y algún dinero, sobre todo para Ondina. Esta ayuda era funda­mental pues fue así como obtuvo sus únicos juguetes con excepción de una bicicleta Niágara, ganada en una rifa de caramelos y que su abuelo ni se la dejó tocar vendiéndola allí mismo en la tienda al men­sajero de la botica de Onésimo el Manso.

Ondina jugaba con las amigas por las tardes. Los patios se llenaban con la ronda que duraba hasta cerca de las ocho de la noche. “A la rue­da rueda de pan y canela” y “Entre usted, que la quiero ver bailar”. Eran las que más se oían desde el interior de la casa, Pola daba vuel­tas al portal hasta que finalmente llamaba a la niña que sofocada y ca­si sin voz seguía en la ronda “Alánimo, alánimo la fuente se rompió”. Pola volvía a llamar y ella seguía. “Doña Ana no está aguí, que está es su vergel abriendo la rosa y cerrando el clavel, rin, ran, rin, ran”, ¡Ondinaaa! – gritaba desde el portal el abuelo, mientras que ella se ale­jaba de las amigas sin dejar de tararear “Rin, ran, rin, ran”.

Así todas las noches llegaba del juego, se lavaba las manos y la ca­ra y tomaba abundante agua con azúcar para ir a la cama o quedarse con la abuela Pola, aprendiendo a recitar o calcar con papel de china los espléndidos dibujos del libro de bordado, que ya había perdido el forro de buena encuadernadura y que descansaba en el fondo del baúl.

Enviado Lucanor, más triste cada día, pasaba horas sentado al sol, con sombrero de ala baja para resistir el calor y apoyado en el bastón cantando bajito. Hasta que Ondina no llegaba de la escuela, el ancia­no no se podía levantar del taburete pues Silverio, que era el que se quedaba en la casa, no salía a darle una vuelta ni a entrarle. Como un animal sediento entraba el anciano buscando agua ayudado por su biz­nieta. “El me trata así por que no quise dinero cuando se acabó la gue­rra. Para mí la guerra no terminó nunca, apréndelo Ondina, la guerra no terminó nunca.”

La niña oía las reflexiones del viejo Lucanor y después le daba el al­muerzo que Pola dejaba preparado y lo llevaba a la cama para que dur­miera la siesta. Ella no entendía la amargura del bisabuelo ni sus pa­labras pero lo escuchaba con atención, ya aquello que él hablaba le era familiar, así que la desaparición de Isabel Fortuna (la hija regalada o raptada) la muerte de las tres esposas, la tropa del general Castillo, Punta de Diamante, la pensión no cobrada del veterano, Jaén, una tie­rra que está al otro lado del mundo y el sahumerio de incienso y eu­calipto eran ya parte de su vocabulario y memoria, incorporado, in­cluso, a sus juegos infantiles.


El sol era tan fuerte en el surco que la muchacha tuvo que bajar las mangas de su blusa para cubrirse los brazos y seguir la faena del día en las siembras del sitio Venta.

– Deja el surco, mujer, que tú marido termine de sacar esas vian­das. Vamos al reguerío y a la hortaliza – dijo Eugenia con el mismo aire volátil de garza de tierra que tanto asustó al andaluz cuando fue a proponerle la crianza de su hija recién nacida. Isabel Fortuna soltó el fruto de la tierra y se adelantó al camino para ir hacia las turbinas, se despojó del sombrero y se desabotonó la blusa. Su pecho agitado latía descompasadamente. La cadena de oro con los ojos de Santa Lucía, vínico regalo de su familia, resplandeció al sol del mediodía. Y se metió en el agua. Eugenia la apartó de un sombrerazo.

– ¡Cómo se te ocurre con ese tabardillo echarte agua en la cabeza! – vocifere) la mujer. La muchacha se sentó a la sombra de los atejes y exclamó:

– Mamá, me siento muy mal. Llévame para la casa…

Las dos mujeres entraron en el cuarto y casi se cae en el piso Isabel Fortuna, pálida y temblando. Eugenia la recostó en la almohada, le quitó los rtísticos zapatos de campo y salió. Estaba con tanta fiebre que su calor podía sentirse desde la puerta donde su madre de crian­za se mantenía sin saber qué hacer. Al atardecer llegó a la casa el mé­dico del pueblo. Mandó medicinas y baños de alcohol y dijo que era una enfermedad desconocida, que podía salir de ella en dos o tres días o podía morir.


Esa mañana Pola no fue a trabajar ni llevó a Ondina a la escuela pues Enviado Lucanor no quiso levantarse, sólo tomó el café semiamargo y dijo a su hija:

– Voy a morir pero antes quiero ver a mi hija Isabel Fortuna y pe­dirle perdón.

Pola retiró el jarrito de café de las manos temblorosas de su padre y se fue a su cuarto, llamó a su nieta y la dejó sentada junto a la cama del viejo, tomó la sombrilla y salió a localizar a su familia. El viejo an­daluz se estaba despidiendo del mundo. Al mediodía empezaron a lle­gar los hijos y descendientes a la casa.

Pola dispuso dos filas de sillas de tijera: una a la derecha y otra a la izquierda, alrededor de la cama donde agonizaba el padre. Todos se sentaron a la derecha y la fila de la izquierda quedó reservada. Dispuso también con la ayuda de las vecinas que se hiciera una caldera grande de chocolate y mandó a comprar dos latas de galletas y dos paquetes de velas. Sacó del armario una sábana de hilo, sin estrenar, del ajuar de bodas que aún guardaba perfumada en las gavetas y la separó.

En la primera silla, sentada, con la mano cogida del padre, Pola mi­raba distraída. A su lado estaba Mara y en la otra silla el zapatero de piel de cocodrilo que ya parecía más que el esposo, el abuelo de Mara; las dos sillas contiguas las ocupaban su hijo Felo y el único que que­daba de los isleños Montes de Oca^ En una silla, a los pies de la cama, estaba sentada Paula Lucanor, encanecida y con los pies hinchados aún por su dolencia de mazamorra y sentado en el suelo, cerca de ella, el bandolero Olegario Torres, el hombre que amó tan desenfrenada­mente todos estos años que la hizo no volver a ver a su familia, ella no quiso nunca perder una sola hora de lujuria y placer cerca del cuer­po hermoso y siempre dispuesto de su amante. Ya en plena madurez gustaba de encerrarse con su marido en la choza que habitaban don­de se entregaron durante varios años a las caricias más locas de que se tenga memoria.

Olegario Torres, que de bandolero sólo tenía el apodo, gozaba de una virilidad asombrosa y gustaba de hacer los juegos del amor a cual­quier hora y no siempre dentro de la choza.

Entonces empezaban en la mesa de la cocina, rodaban por el piso y terminaban en la arboleda, desnudos y jadeantes. Cuando quedaban exhaustos, uno encima del otro, como dos contorsionistas, con las piernas cruzadas por los torsos y los brazos abracando caderas v cue­llos, ella salía de los espasmos y suspirando reclamaba: “Ahora nece­sito un baño”. Corrían entonces al arroyo fresco y plateado del jagüey. La exuberancia de la naturaleza era tal que Paula se dejaba llevar por el agua para ver todo aquel verdor alrededor del cuerpo del amante que descansaba en la orilla recobrándose del esfuerzo, pero aún como un símbolo preciado, allí, su látigo erguido y animal, seguía evocador. Por eso Paula, ahora tan tranquila, allí sentada a los pies de su padre moribundo, daba la impresión de estar distante mientras Olegario via­jaba con su mano ligerísima por debajo del faldón de ella y la acari­ciaba suave, podía decirse que acompasadamente, como muestra de amor y comprensión por el momento que estaba pasando.

A la medianoche los presentes seguían en la misma posición y só­lo Paula y Olegario habían cambiado de asiento para tomarse un re­poso meditativo en espera del desenlace.

Enviado Lucanor abrió los ojos húmedos y ambarinos para pre­guntar a Pola, que casi había conseguido dormir un instante, qué quie­nes estaban sentados a su izquierda. Pola levantó la vista y un erizamiento le recorrió, saltándole el estómago tan fuerte que puso su ma­no para sujetar el golpe y no pudo hablar. Sentados en las dos prime­ras sillas estaban un hombre y una mujer de edad mediana. La mujer tenía en las manos un floreado orinal de peltre, al lado de ellos estaba Ciria Borges con el mismo vestido de organza que tenía puesto cuan­do la sepultaron y junto a ella, Olalla Barquero, con su moño inalte­rable y su saya de colador y al final, en la última silla de tijera, como salida del agua, Felipa San Pedro.

Enviado Lucanor volvió a preguntar. Pola contestó temblorosa:

– Son nuestros muertos, papá. Ellos vinieron para ayudar. Los dos primeros no sé quienes son.

– Son mis tíos, que murieron cuando yo era niño. No vayas a ha­blarles ni a llorar. Sal ahora mismo de aquí y enciende una vela., pe­ro espera… ahí, a los pies de mi cama, hay una mujer mirándome… ¿no la ves? –. Pola miró y vio a una mujer de ojos claros y cabellos os­curos. La mujer hizo la señal de la cruz y se oyó su voz cruzar el cuar­to:

– Yo te perdono.

– Papá ¿quién es? – preguntó Pola temblorosa.

– Es mi hija Isabel Fortuna que me vino a perdonar. Dame agua Pola y abraza a tu hermana que ha regresado – Pola volvió a mirar donde apareció la mujer y sólo vio los pies hinchados de Paula que dormitaba en el piso y sin volver a mirar salió a traer el agua a su pa­dre. Y fue entonces cuando sintió el olor suave del sahumerio entrar por todas las hendijas de las maderas de la casa, el humo de céfiro de la bacinilla inundó el lugar y Pola llorando salió de la habitación. Al regresar con el vaso de agua vio la sombra de un hombre cruzar la puerta del cuarto. Al pasar por la luz, Pola, reconoció en él a su her­mano Eladio, ensangrentado y pálido, con la camisa abierta y el por­tillo que hizo el perdigón en su espalda, como un surtidor resplande­ciendo bajo las múltiples luces de las velas. Ella fue a alcanzar a su her­mano muerto tantos años atrás pero ya no lo volvió a ver y entró y se acercó a la cama para dar el vaso de agua a su padre. Lo llamó y él no respondió. Acababa de morir. Las sillas de la izquierda quedaron vacías y Pola avisó a la familia de la noticia, después cayó al piso rompiendo a llorar desconsoladamente y estuvo allí sin saber qué tiempo había pasado hasta que una ventolera y relámpagos la hicieron saltar del pi­so e ir a ver si Ondina estaba bien y al comprobar que su nieta dormía tranquila regresó a disponer los funerales.

Vistió a su padre y mientras le acariciaba sus manos ya rígidas vio que guardaban algo. Con dificultad se las abrió y allí, aprisionado, con la fuerza de la muerte, estaban los ojos de Santa Lucía, el amuleto que los tíos de su padre le dieron como única herencia al morir y que él había puesto en las ropas de su hija Isabel Fortuna el día que ella na­ció.

Pola guardó el amuleto en el bolsillo de su chaqueta y tendió la sá­bana blanca de hilo sobre el cadáver de su padre. A nadie contó lo que había pasado e imploró a Dios que su hermana estuviera en el mun­do de los vivos.

La madrugada estaba húmeda y Eugenia Alcántara puso su gasta­do chal sobre sus hombros, sentada allí junto a la cama de su hija. Luego se oyó la voz de Isabel Fortuna en la noche como un susurro:

– ¿Desde cuándo estoy aquí, mamá? – Desde hace tres días – contestó el marido que presuroso había llegado a su lado. Eugenia Alcántara se persignó y dio gracias a Dios por el milagro.

La muchacha se incorporó en la cama, llevó sus manos hasta el cue­llo y tocó su cadena, de inmediato la alzó hasta sus ojos para obser­varla y con voz débil musitó: “No se vaya a molestar, mamá, pero he perdido en mi enfermedad los ojos de Santa Lucía”.


El velorio de Enviado Lucanor fue largo, duró aproximadamente una semana pues la noche de su muerte empezó un temporal tan vio­lento que no dejó árbol en pie a la redonda y cayeron tantos granizos que Ondina hizo limonada con los pedacitos de hielo para todos los dolientes y el lodazal daba a la cintura, los caballos se atascaban y no podían seguir camino y los camiones del central todos quedaron hun­didos en los alrededores de la casa sin poder ayudar en la novedad.

Pola pensaba como iba a darle sepultura a su padre ya que pronto se empezaría a descomponer. Mara la miró tiernamente y cogiéndole las manos le dijo: “Pola, no sufras, el no apestará”. Pola se quedó pe­trificada al comprobar que su hermana había podido leer su pensa­miento pero no dijo nada y siguió mirando vagamente. Mara miró pa­ra sus pies y pensó, que con esos zapatos tan finos de piel de cocodri­lo, no podría ir hasta el cementerio. La voz de Paula sacó a Mara de sus pensamientos.

– Yo traje dos pares de zapatos de trabajo, puedes ir con uno de ellos.

Ahora Mara fue la sorprendida pues cómo Paula había adivinado lo que ella estaba pensado. Así empezaron a enterarse de lo que pen­saban entre ellos y comenzó un juego tan alucinante que Pola Lucanor sacó a sus familiares para la sala y se quedó sola con el cadáver de su padre en el cuarto. Así se enteró el zapatero de piel de cocodrilo que Mara andaba romanceando con uno de sus aprendices y a su vez Mara se enteró que él tenía dos hijas con otra mujer antes de casarse con ella. Pola, en uno de sus viajes a la cocina, adivinó que su marido la había engañado con una tal Ondina y juró cambiarle el nombre a su nieta. También Paula pudo saber que Felipa San Pedro nunca perdonó a su padre por lo que le había hecho y que fue por eso que lo persi­guió toda la vida, de la muerte, a él y a su familia para finalmente llevársclo con ella. También le fue revelado que Clara Estupiñan entregó a su hermano al isleño Juan Prado y que no fue una escopeta de perdi­gones con la que lo hirió de muerte sino una calibre 22.

Clara Estupiñan, que también estaba en el velorio se enteró que las “mujeres de la cocina” habían sido empleadas en la casa, al enviudar don Desiderio Borges, quien pasaba con cada una de ellas una sema­na en la intimidad de sus aposentos.

Olegario Torres en un descanso que hizo para encender un tabaco oyó que alguien le decía, que Paula le daría hijos después de los cin­cuenta años y que tendría tres partos múltiples, dos de trillizos v uno de gemelos.

Los isleños Montes de Oca se enteraron que Ondina no nació en casa de Pola sino en una casa de la calle Monasterio donde su madre pasó el noveno mes de embarazo huyéndole a la familia y a los co­mentarios. Y la niña a su vez se enteró que los descendientes de los Montes de Oca formarían un team de pelota pero que nunca llegarían a las Grandes Ligas.

Al repartir Ondina la limonada con granizos entre los presentes es­cuchó una voz que le dijo: – Buscarás a tu tía Isabel Fortuna para en­tregarle los ojos de Santa Lucía y la encontrarás dentro de cuarenta años, en Sabanilla del Comendador –. En fin, que todos los secretos fueron revelados y el juego fue lo más innovador en mucho tiempo que le sucediera a la familia sin que ellos lo supieran y entre tazas de chocolate y galletas El Gozo se pasó el vendaval que duró seis días.

En esa mañana del día siete salió con fuerza el sol y las aguas se re­tiraron del camino.

A las cuatro de la tarde partió de la casa el cortejo fúnebre. Una fi­la de dolientes siguió el féretro que reposaba en los brazos de los va­rones de la familia.

Al final de la comitiva, manteniendo una prudencial distancia y co­mo acabada de salir de las aguas, iba Felipa San Pedro.

LIBRETA DE BITILA
SAN AMBROSIO

(Pasada en limpio)

Celos… Para la cura de los celos hay que dar a tomar al que lo pa­dece un jarro de cocimiento de pendejera enana. Se conoce también por planta pendenciera dado lo impúdico de su nombre. Se toma su raíz, se quebranta en pedacitos y se hace la infusión, endulzada con una cucharada de miel de la tierra. Se toma tres veces al día. Apacigua los arranques del genio y la vista se hace gorda y pesada.

Para cansancio… Si has trabajado hasta echar el resto y te han mo­lido el alma, cuando llegues a la casa y sin perder tiempo ha de hacer lo siguiente: darse un baño de hierbas que crecen al pie del arroyo o sembradío (bledo, verdolaga y berro). Todo eso dentro de una vasija que contenga agua serenada. Al terminar el baño refresca tu aliento con unas ramitas de bledo. Además, para purificar los intestinos y el páncreas el berro es menester. Hay que lavarlo muy bien en la co­rriente, se tritura v se toma en pequeñas dosis.

Después del baño refrescante de hierbajos, no hables con nadie y mucho menos pelea con maridos o mujeres, según sea el caso. Siéntate con tranquilidad en un rincón y deléitate con la fuma de un torcido.

Hacer viaje… Corto o largo cruzar el río siete veces, regando flores de abeto de la Conchinchina y Mar pacífico, si no hubiera éstas, usar pacifiora. Al salir del río untar miel de panal en el cuerpo y hacer re­zos en la orilla. Después volver a bañarse y llevar en jicara agua y po­nerla al sol y al sereno con añil y piedras del fondo de río durante una semana.

Para atraer hombre… Hay que conseguir jicotea y ponerla en pa­langana debajo de la cama y marcar con una cruz de resina de almáci­ga su carapacho por arriba y por abajo y pedirle que se nos presente el hombre.

Lavarse la cabeza entonces con agua lluvia y flores de colonia y, el cuerpo frotarlo con azucenas y hojas de nogal. Si el hombre se apare­ce y es de nuestro gusto, darle una vasijita de aguardiente con un chorrito de agua con la que nos lavamos el trasero. Por más está decir, que siempre debes tener preparado ese lavatorio por si se te presenta el elegido.

Oíos encima… Hacer tres cruces y decir bajito: bésame el culito. Poner un lazo rojo en el refajo o calzones y darse siete baños con flo­res blancas y albahaca de Santa Inés.

Enfermedad del mal de ojos… El niño se pone triste y calenturien­to, los ojos se entornan y se le caen los rizos. Enseguida hay que san­tiguarlo en cruz poniéndole plantillas en los pies de papel de cartucho con aceite tibio de higuereta y hojas de mostaza y quemar madera de drago debajo de su cama, dándole a tomar cocimiento de tilo y me­jorana. Poner en su frente una cinta roja, después encender tres velas dedicadas a los espíritus que torcieron sus ojos al morir y vagan sin luz y pedirle que se alejen. Tres días durarán los rezos y los remedios, al cabo de los cuales el niño abrirá los ojos y pedirá agua.

Cura de tristezas… No merece caso. Zambullirse enseguida en la­guna o tanqueta de agua fresca. Después de salir poner ropa blanca e ir a cazar mariposas con mucho cuidado para no estropear sus alas, pues sólo las tendremos un instante en las manos. Cuando hayamos cogido y soltado varias de ellas seguirlas con la vista hasta el infinito. Luego buscar frutas e ir a comerlas a un pedregal cercano a una cas­cada o arroyo. Más tarde un sueñecito debajo de un árbol será la últi­ma semilla de tristeza que nos quede.

Arrancarse un mal amor… Si esto te sucede tienes que caminar en cruz, de rodillas, en el lugar donde duermes. Arrancarte tres pelos de la cabeza y tres de los de abajo y echarlos en un papel con ceniza de tabaco y doblar el papel mojado en saliva de perro o en orine de gato (el resultado es el mismo) y buscar un árbol solitario y enterrarlo to­do al pie del tronco. Si esto no fuera suficiente habrá que degollar una iguana o lagarto y recoger sus tripas y ponerlas a secar al sol lejos de la casa para que no estorbe su fetidez, al cabo de un tiempo pruden­cial, hacer polvo con esos restos y echarlos en un talego y como res­guardo llevarlo colgado toda la vida. Así te librarás de él.

Embarazo… Para su terminación feliz hay que caminar descalza has­ta un drago y abrazarlo. Allí se harán las santiguaciones y rezos para que el alumbramiento se lleve a buen término y la criatura nazca fuer­te como ese tronco y sea protegida para siempre cuando lo necesite y sea resguardado en su seno natural.

Cura de hipo… Tomar tres tragos de agua de tinaja y aguantar la respiración y después decir los nombres de tres viejas.

Tos seca… Se pone el dedo índice cerca de la hoyita pero no en su centro sino en la parte dura y hacer fuerza con la yema del dedo. Después tomar cocimiento de cáscara de ajo para ir a dormir y du­rante el día comer ensalada de hojas de gringuele.

Sabañón… Los sabañones salen en las manos por el trabajo fuerte y la piel se cuartea y pierde su humedad. Hay que buscar en los col­menares de la abeja de tierra y recoger allí la cagadilla y hacer un co­cimiento. Después que se refresque meter la mano un rato, lo que tra­erá pronto alivio.

Para dormir… Bañarse con azucenas y agua de flores de colonia (el agua tibia). Tomar un vaso de agua con azúcar o de jazmín de cinco hojas. También el cocimiento flojo de la flor de campana resulta muy bueno. No puede hacerse fuerte pues al contrario de dormir estarás toda la noche viendo alucinaciones y te perseguirán los muertos que andan sueltos por estos alrededores y querrás salir encucros a bailar, en medio del patio, y formarás tal algazara que se despertará todo el vecindario, todas las gallinas y hasta los perros jíbaros.

Para ver a un ser querido ausente… Tendrás que esperar al día de San Juan. Ya desde la víspera podrás intentarlo. En el tanque de agua o en el aljibe o pozo te inclinarás en su borde o brocal y convocarás al ser que quieres que se te presente. Vestirás de blanco y no usarás pren­das de metal ni pedrería. Con mi ayuda invocaremos al muerto y lo verás reflejado en el agua como si te estuviera mirando. Al salir de ahí rápidamente tienes que bañarte con hojas de laurel. Después te echarás mucho perfume en el cuerpo y en la casa y encenderás una vela al ser que se nos presentó. A los siete días invocarlo nuevamente e invitar a conocidos y parientes que tuvo en vida. Cuando transite la espaciosa morada del nimbo agarrarse las manos y llamarlo por su nombre y de­cir: ¡preséntate aquí! . Cuando se apodere, hablar con él. Las preguntas de rigor son: cómo se siente, si murió con sed, si tiene luz, qué nece­sita, si desea comunicarse con algo o con alguien y si ya quiere ele­varse definitivamente.

Para esas necesidades hay que poner agua clara en una vasija en al­to, encender velas e incienso y hacer rezos para su descanso. Finalmente baldear toda la casa con flores blancas y rociar agua de arroz y limpiar hacia la puerta de la calle.

Consejos… Cuidado cuando vayas a cortar palo del monte o jambolan, no confundirlo con el jagüey, que es el símbolo de traición e ingratitud, pues al crecer se apoya en todas las plantas cercanas para tomar de ellas la fuerza y la savia necesaria, cuando ya está fuerte se va deshaciendo del arrimo y las va rodeando hasta ahogarlas y sobre ellas crece finalmente.

Para azotes… Si no le vas a ganar al que tiene el cuero, mejor resis­tir y esperarás para prepararte. Cura las heridas con vinagre y agua de mata de la dicha, después buscar unas cuantas hojas de pringamos» y hacer un cocimiento al que has de echarle diez gotas de aceite de raíz de bruja negra, diez gotas de adormidera, una frutilla de agracejo de sabana mezclado con una cucharada de jalapa y media tacita de coci­miento de pendejera dócil. Echar el contenido de todos los hierbajos a un dulce de calabaza y ofrecerla bien servida al que te propinó el mal.

Aclaración: no tener a mano la planta de zarzaparrilla pues es la lla­mada a curar todos los envenenamientos ya que sus raíces son antí­dotos y depurativos.

Para tumores… Untar la manteca del majá y sobre la ñañara o tu­mor poner un parcho o emplasto de hoja machacada de caléndula o cataplasma con la hoja de caisimón. También es inmejorable el cebo de carnero.

Venenos… El mastuerzo es un antídoto y mata los microbios. También la zarzaparrilla, el aceite de higuereta y la leche de cabra.

Pesadillas… Para evitar esas molestias del sueño lo que hay que ha­cer es poner los zapatos en cruz cuando uno va a dormir y no acos­tarse del lado del corazón. Además, poner debajo de la cama un vaso de agua y tomar cocimiento de jazmín de cinco hojas.

Atención: no despertar a la persona con pesadilla de un tirón sino llamarla suavemente y nunca por su nombre.

Cura de nervios… Hay que darse un baño tibio de hierba mora, con mucho perfume, luego tomar cocimiento de retoño blando de limón con raíz de valeriana. Comer un buen plato de comida e ir a un lugar tranquilo a reposar. Otro remedio insuperable es regar un semillero de hortaliza, cualquiera que sea, y cuidar de ella diariamente. Ordeñar vacas, pastorear cabritos, criar palomas mensajeras y aprender a tocar el tiple o el laúd.

Siete cueros… Sale en los dedos de las manos por hincada de espi­na o golpes. Meter el dedo en agua de ceniza tibia y después poner ca­taplasma de hojas machacadas de tabaco con manteca de coco.

Padrejón o histérico… Es un salto en el estómago por un retorcijón de tripas. Se toma en ayuna una jarrita de vino dulce con una yema de huevo y varios dientes de ajo antes de las comidas (padrejón lo pade­ce el hombre, histérico la mujer, pero es el mismo mal).

Para el que no toma agua… Esa es una enfermedad segura, pues no purifica el cuerpo y el alma, quien no toma agua. Y el riñón, como una frutilla seca, se desprende. Hay que comer desde la mañana arencón salado y tasajo brujo y luego sentarse al pie del brocal de un pozo y tomarse uno o dos porrones de agua.

Apariciones… Las apariciones son la cosa más natural, ya que el espí­ritu nunca se va del lugar donde existió, donde encarnó, donde vivió tiempo largo o corto. El envoltorio del espíritu se termina, se muere, finalmente es polvo, ceniza recogida y recordada. Mas lo que nutría ese envoltorio, lo que sustentaba su aparecer en el mundo, eso queda para siempre, esta es su casa porque allí están sus recuerdos, está su huella, su hálito que es casi imperceptible, sólo los seres elevados, de claras luces y escogidos pueden percibir ese ligero trazo de movimiento, o ese sutil perfume que los acompaña. Nunca se van, están allí y mu­chas veces deciden por nosotros, a veces para bien o para mal. Hay que saber convivir con ese afán, con ese sentir que rondan y a cada ra­to refrescar la casa y poner flores frescas de antenoche y perfumar su camino porque ellos así lo quieren y lo agradecen.

Torcedura… Para esos males lo mejor es la resina del bálsamo tran­quilo y el aceite de semilla de bruja, todo eso untado por fuera, don­de está la quebradura que puede ser de pescuezo, brazos o piernas.

Para saber de un desastre… Hay que tener una planta cerca, de pe­onía. Esta planta es trepadora y tiene unas pequeñas semillas rojo co­ral con un punto negro intenso. Si el punto negro no sale en la pari­ción eso quiere decir que pasará un gran terremoto o un trastorno at­mosférico, también puede ser un huracán o un tornado, pero la más común es un rabo de nubes de esos gordos, que se tragan en su ba­rriga todas las vacas de los alrededores, las gallinas y los cerdos y los van soltando a cien leguas de distancia.

Resguardos… Para detrás de la puerta mazorca de maíz, herradura, guano verde, guano de iglesia y lazo rojo.

Para colgarse: talegos con ajos, anís de estrella, ojo de buey, collar de Santa Juana (cuidado que fataliza si son grises).

♣ ♣ ♣

MANUSCRITO DEL LIBRO
DE LOS SUEÑOS

Sonar con un pez quiere decir que habrá viaje y se tendrá abun­dancia aunque no riqueza.

Con araña peluda es muerte y traición.

Con araña de tela es trabajo seguro, laboriosidad, casa limpia y ma­trimonio.

Soñar con el mar, es viaje, expansión espiritual, maternidad, fortu­na y buena salud.

Con un campo de maíz es infortunio, discordia, desidia, si es un campo de maíz verde es todo lo contrario. Le sonreirá la fortuna.

Cuidado soñar con tinaja, es embarazo escondido, nacimiento de una niña, matrimonio por detrás de la iglesia.

Excuse baraja es comida todo el año y los bolsillos llenos.

Agua turbia o sucia dentro de una casa es enredo, pleito y enfer­medad.

Soñar con carne, cualquiera que sea, es de mal augurio.

Si se sueña con un niño es muy bueno, trae todo tipo de suerte. Soñar con gallo fino es amor efímero, pasajero, romance de un día. Si se sueña con pájaro es maldición, muerte con machete o cuchi­llo, traición por la espalda.

Si el sueño se refiere a gallina prieta indica disgusto, brujería, mal de ojos.

Con gato negro o barcino, envidia, tren de justicia, enredo de lle­va y trae, careos.

Alambre de púa. Si sueñas con esto cuídate de la justicia y de los engaños.

También anuncia enfrentamiento de contrarios y pérdida.

Soñar con flores es muy bueno y anuncia bienestar y dicha. Si son mustias, desengaños, imposibilidad de realizar un deseo.

Soñar con dientes es sinónimo de muerte y enfermedad.

Si en sueños nos vemos cayendo a un precipicio es que nuestros de­seos se cumplirán y tendremos buenas noticias.

Con palomas es carta en camino, regalos y sorpresas gratas.

Si en sueños ves un hombre rubio de ojos azules tendrás romance, amor placentero, amistad eterna y buena suerte.

Con hombre moreno de ojos oscuros, seguridad, equilibrio, amor perdurable, bienestar y gozo.

Con hombre mulato, fertilidad, pasión, conocimiento y felicidad.

Con hombre negro, buena suerte y buena cosecha. Si se está rien­do, cuidado, presagia enfermedad y desgracias.

Con hombre chino, suerte para jugar (lotería, gallos, rifas), buenos pensamientos, tranquilidad.

Con hombre mulato con ojos claros, capirro, mal augurio, proble­mas con documentos y falsos testimonios, herencia perdida, robo y golpiza. (Igual para mujeres).

Si en sueños se te aparece la luna, tener en cuenta que es pleito se­guro, tiniebla y pérdida de la preñez.

Con perro grande, muerte de un amigo, ambición y envidia.

Perro chino, es amistad por siempre, viaje corto, negocios y dine­ro.

Si sueñas con toro significa que se desencadenará una pasión, pe­ro también representa un pleito justo, una reyerta de honor.

Si en el sueño hay frutas y comidas es sinónimo de abundancia, cambio financiero, buen negocio.

Con gallina quícara, es visita sin esperar. Un propio llegará con bue­nas noticias.

Si en sueños estás caminando y cruzas una cerca es que alguien va a morir, si seguimos el camino recto es que nuestra felicidad se acer­ca.

Soñar con dinero da suerte si es en piezas de metal, oro o plata y si fueran billetes es infortunio, enfermedad y gastos.

Soñar con mujer preñada es mejora, buena fortuna y ampliación de los negocios.

Un sueño con humo es una infelicidad.

Soñar con un viejo o una vieja es larga vida, dinero en los nego­cios.

Si en sueños vieras caballos se te dará lo que tanto ansias. Si es ca­ballo pinto, cuidado, tendrás disgustos, sobre todo si le ves el rabo.

Si se nos presenta en sueños un ratón es portador de dinero.

Si el sueño es impúdico o de relajo al levantarte te bañarás con flo­res de piña ratón y pondrás debajo de la cama un vaso de agua clara.

Si sueñas con un espejo es buena suerte si no refleja la imagen de alguien. Si fuera así trae desgracias y si fuera espejo roto es muerte e infelicidad.

Soñar con monjas es enfermedad de cuidado, secretos ocultos que van a revelarse, deseos insatisfechos.

Con sacerdote es casamiento, herencia, buena salud, bienestar.

Con la guerra es pleito de parientes, insatisfacción, malas noticias de amigo íntimo.

Soñar con huesos es bonanza y cambio de vivienda.

Si en el sueño estás dentro de un fuego verás aparecer la fortuna, y si lo vieras a distancia es símbolo de tristeza y destrucción.

I luevos rotos significa discordia, planes disueltos y engaño.

Soñar con vidrios, pleito y casamiento forzado.

Si soñamos con jicotea nuestra felicidad aún está lejos, no sigas apopachada y sal a buscar la fortuna.

Con campo verde, bonanza y mejoría personal.

Con tierra roja, dinero perdido como sal y agua.

Con tierra negra, salud, larga vida, buenas acciones a favor del que lia tenido el sueño.

Con arena, engaño, amor que pasa y rotura de compromiso.

Carruaje con calesero, muerte familiar, pérdida de fortuna.

Carruaje sin calesero ni bestias indica alegría y buena salud.

El que sueña con fotingos tendrá sorpresas y cambio brusco de ca­sa y lugar.

Si sueñas que estás empendangado en un lugar, sin salida, eso quie­re decir que le tendrás que contar el sueño a más de tres personas pa­ra que no se dé. Ese sueño anuncia estancamiento y fracaso.

Un sueño con monstruos y diablos significa que vamos a recibir malas noticias y contraer enfermedades graves. Hay que vigilar las ma­lezas del estómago y los nervios pues los monstruos aparecen cuando padecemos estos males.

Soñar que viajamos es bueno, tendremos cambios favorables y re­gresará el amor perdido.

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Hijuela

Se ha podido constatar que no hubo tantas gallinas como aparecen descri­tas, si no que se fueron trasladan do de capítulo en capítulo.

Además, se comprobó que el testamento de los Borges fue de mano en ma­no hasta quedar olvidado en las gavetas de un armario. Y que lo único que ha quedado del patrimonio familiar es el libro de bordados, la tijera con que Olalla Barquero cortaba el rabo de nube y el excuse-baraja.




ISBN-10: 963-06-1371-9
ISBN-13: 978-963-06-1371-2
ISSN 1216-1861

Felelős kiadó Simor András

Felelős szerkesztő Tabák András

2006 Vasas-Köz kit nyomda
Felelős vezető Badó Géza

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